Plenario nº 6467: Pena - Monto - Limitaciones del órgano juzgador - 12-12-2002

Cuestión: ¿Puede el órgano jurisdiccional dentro de una misma calificación legal aplicar una pena superior a la requerida por el Fiscal?
Resolución: La requisitoria fiscal no limita al juez en la determinación del monto de la pena, salvo en los casos legalmente previstos.
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En la ciudad de La Plata, Provincia de Buenos Aires, a los 12 días del mes de diciembre de dos mil dos, reunidos en Acuerdo Plenario los señores jueces del Tribunal de Casación Penal de la Provincia de Buenos Aires, para resolver en el expediente nro. 6467 caratulado “Fiscal ante el Tribunal de Casación solicita Acuerdo Plenario”, la cuestión votada por unanimidad en la audiencia de convocatoria; por la Sala I, los doctores Carlos Angel Natiello, Horacio Daniel Piombo y Benjamín Ramón María Sal Llargués; por la Sala II, doctores Eduardo Carlos Hortel, Jorge Hugo Celesia y Fernando Luis María Mancini; por la Sala III doctores Ricardo Borinsky y Carlos Alberto Mahiques; y el señor presidente del Tribunal doctor Federico Guillermo José Domínguez, ante el doctor Daniel Aníbal Sureda.


Y practicado el sorteo de ley resultó que en la votación debía observarse el siguiente orden: PIOMBO, MANCINI, NATIELLO, CELESIA, MAHIQUES, HORTEL, SAL LLARGUES y BORINSKY, resolviéndose plantear y votar la siguiente

C U E S T I O N

¿Puede el órgano jurisdiccional dentro de una misma calificación le¬gal aplicar una pena superior a la requerida por el fiscal ?

A la cuestión planteada, el señor juez doctor Piombo dijo:

1. El motivo de acuerdo plenario configura pro¬blemática de relevante interés institucional. Su planteamiento concita cuatro temas fundamentales que expuestos en orden decreciente de importancia consti¬tucional son los concernientes a la esencia y conte¬nido de la jurisdicción, alcance del principio de congruencia, papel que desempeñan 1as partes en el proceso acusatorio instrumentado por la ley 11.922, y limites de la casación. La relevancia del planteo obliga —y a mi particularmente— a revisar los presu¬puestos de un pensamiento que debe armonizar todos los aspectos comprometidos en aras de obtener razonabílidad y certeza, valores básales en el quehacer de esta sede judicial.

2.1. Una de las funciones esenciales del Estado es la jurisdicción, poder de decir el derecho frente a la controversia.

2.2.Todas las concepciones sobre la jurisdic¬ción, o sea tanto las que la consideran como una ac¬tividad del Estado destinada a la resolución de con¬troversias, como las que la entienden como un accio¬nar garantizador de la observancia de las normas vi¬gentes, coinciden en que hace a su esencia de activi¬dad sustitutiva de la venganza privada, el ser ejer¬cida por un tercero imparcial en la contienda o re¬clamación (ver Eduardo B. Carlos, “Jurisdicción”, en “Enciclopedia Jurídica Ornaba”, Bs. As., t. XI, pág. 540 y 544; Manuel Serra Domínguez, “Jurisdicción” en “Nueva Enciclopedia Jurídica, Editorial Francisco Seis, Barcelona, 1971, t. XIV, pág. 394, 397, 400 y 402). La imparcialidad o ecuanimidad, que no es otra cosa que la ausencia de prejuicios en el juzgador (Werner Goldschmidt, “Introducción filosófica al De¬recho”, Despalma, Bs. As., 1976, p. 320), apunta, jun¬to con el principio de independencia del órgano jurisdiccional de los demás poderes del Estado (Alberto Bovino, “Imparcialidad de los jueces causales de recusación no escritas en el nuevo Código Procesal Penal de la Nación”, “L. L.” T. 1993-E, p. 566) a lo¬grar un debido proceso con objetividad, independencia y confianza del justiciable, realizador de los valo¬res jurídicos de certeza, seguridad, libertad y jus¬ticia.

2.3. Las Leyes Fundamentales de la Nación y de la Provincia han conferido esa función a un poder in¬dependiente, cuyo elementos dinámicos son los jueces (arts. 108 y sigts. de la Carta Magna federal; 166 y correlativos de la Constitución bonaerense). Los mi¬nisterios públicos cumplen una función independiente y esencial de investigación, defensa y postulación; pero no son los órganos encargados de resolver los casos con imparcialidad y con ajuste a la legalidad vigente. De ahí su implantación constitucional inde¬pendiente (Constitución Nacional, art. 120; idem de la Provincia, art. 189). La autonomía del Poder Judi¬cial finca, precisamente, en la posibilidad de decir el derecho sin otra cortapisa que no sea la que surja de la propia ley.

3.1. Una de las cortapisas que emerge como pre¬supuesto de disfrute de todas las garantías procesa¬les de rango constitucional es que la acriminación penal debe observar el principio lógico de identi¬dad, so pena de transformar el proceso en caja de sorpresas a la hora de decidir en relación al bien más preciado que el hombre tiene fuera de la propia vida. No habría seguridad jurídica ni posibilidad de ejercer cabalmente el derecho de defensa en juicio (arts. 17 y 18 de la Constitución Nacional) si las conductas sobre que recae la potestad punitiva pudie¬ran variar al antojo de las partes durante el trans¬curso del juicio penal. De ahí que se haya estimado connatural al debido proceso, exigir como corolario de esta identidad que también lo decidido guarde con¬gruencia con los hechos investigados y juzgados.

3.2. Acerca de dicho principio, la Casación Pe¬nal Nacional tiene dicho que implica correlación en¬tre el hecho comprendido en la declaración indagato¬ria, el que fue objeto de acusación y el considerado en la sentencia penal (Sala 1ra., sent. del 26/3/98 en “L. L’ t. 1998-D, p. 349). 0 sea que permanece fuera de su ámbito cualquier vinculación del juez con la calificación propuesta por el acusador (idem Sala 2da., “L. L.” t. l995—C, p. 255), como también por cambio de la calificación jurídica (idem Sala I, sent. del 3/3/99 en “L. L.” t. 1999—C, p. 544). Sobre el particular, también la justicia penal ordinaria de la Capital Federal ha sido clara en el sentido de que en nombre del anotado principio no puede la requisi¬toria limitar la potestad judicial de fijar la pena¬lidad de conformidad con las pautas de los arts. 40 y 41 del C. P. (Cám. Nac. Crim. y Corr., Sala II, 15/12/92, en “J. A.” t. 1995—IV, síntesis).

3.3. A conclusiones similares arriba la juris¬prudencia de esta Casación. Así, la Sala que integro ha puesto de relieve que el principio de congruencia requiere identidad entre el hecho intimado en los sucesivos actos procesales por los que transcurre la imputación y el narrado en el veredicto y sentencia (sent. del 5/4/2000 en causa 706, “Igía”). En análo¬go orden de ideas, la Sala III ha acotado que el de¬ber de los magistrados, cualesquiera fueren las peti¬ciones de la acusación y la defensa o las califica¬ciones que ellas mismas hayan formulado con carácter provisional, consiste en precisar las figuras delic¬tivas que juzgan con plena libertad y exclusiva subordinación a la ley, deber que encuentra su límite en el ajuste del pronunciamiento a los hechos que constituyeron la materia del juicio, porque sólo la correlación necesaria entre el hecho comprendido en la declaración indagatoria, el que fue objeto de acu¬sación y el considerado en la sentencia final, es la que debe ser respetada en todo caso (Sala III, sent. del 30/11/2000 en causa 3696, “Alvarez”). Anoto ade¬más que en el mismo sentido expedí mi voto en ocasión de integrar como juez la Sala II de la Cámara Tercera del Departamento Judicial de La Plata (causa P 73.460 del 23/8/89, inserta en JUBA, disco láser).

4. Puesto en el foro de la atención el necesario ingrediente normativo de las limitaciones a las que hice referencia en 2.3., cabe advertir que en el C. P. P. vigente, las exigencias respecto de los fallos se circunscriben a la indispensable motivación y su¬bordinación de su contenido a los requerimientos le¬gales (arts. 106 y 494 del C. P. P.). Con referencia a la sanción, el único límite expresamente previsto aparece en el juicio abreviado, puesto que el art. 399 del Código adjetivo prevé que la sanción requeri¬da, previo acuerdo de parte, conforma un “techo” que no puede ser ultrapasado por el juez. Va de suyo que se trata de una restricción excepcional que sólo rige para el ámbito procesal para la cual fue formulada de manera expresa. Esto supone, ante la ausencia de prescripciones expresas sobre el particular, que en el resto de los procedimientos legislados el juez no tiene cortapisa en cuanto a la gradación de la pe¬na, salvo el supuesto exceptivo que dimana del preci¬tado art. 494 y su imprescindible remisión a los arts. 40 y 41 del C. P. Es decir que conforme tuve oportunidad de expresarlo en causa 180, el principio acusatorio que informa el procedimiento de la ley 11.922, lleva ínsita la disponibilidad de los dere¬chos procesales que hacen primordialmente a expecta¬tivas o posibilidades; pero nunca la potestad de fi¬jar la cuantía de la sanción, función indelegable del juez (Sala I, sent. del 27/6/2000).

5.1. Desde el angular del quehacer casacional, pocos argumentos bastan para dar respuesta al interrogante planteado. En efecto, tiene dicho esta sede que el instituto de la casación se fundamenta en una idea de control de la legalidad aplicada por los tri¬bunales inferiores, contraponiendo a la anarquía emergente de la creación jurídica realizada por órga¬nos jurisdiccionales desconectados entre sí, el orden y la uniformidad garantizadores de la seguridad jurí¬dica (Sala I, sent. del 24/2/99 en causa 55; ídem del 12/4/99 en causa 40, ‘Pic”, doctrina de la mayoría). Vale decir que la especifica misión de esta sede se condensa en el control de legalidad de las sentencias judiciales (Sala I, sent. del 1/7/99 en causa 501, “Avalos”), procurando a través de esta labor cumplir el mandato preambular de “afianzar la justicia”.

5.2. Va de suyo que mal podría cumplirse la ano¬tada función si una de las partes en el proceso, ti¬tular de un concreto interés distinto del que anima la tarea del Tribunal de Casación Penal, le impusiera sus criterios en punto a la cuantificación de la san¬ción penal; temática que, conforme con los preceden¬tes de este Tribunal, es de la misma importancia que el juicio de responsabilidad del injusto, y que en un sistema republicano de gobierno debe ser mensurado de acuerdo con las pautas que al efecto establecen los arts. 40 y 41 del C. P., esto último como “condictio sine qua non” de validez de la sentencia (Sala I, sent. del 22/4/99 en causa 34, “Nosvaski’”).

5.3. Si la función del Tribunal es fijar, como se dijo, el derecho y el axioma “iura novit curia” campea con plena vigencia en sus pronunciamientos, toda vez que el Tribunal de Casación, en ejercicio de su competencia, debe salvar los errores de citas le¬gales cometidos por las partes o por el órgano juris¬diccional “a quo” (Sala I, sent. del 5/9/99 en causa 130, “Rojas”), ello implica la posibilidad de que al cambiar la acriminación, también mute la escala penal y, en definitiva, el monto de la pena por imponer. Al respecto cabe tener presente que las escalas penales, aún cuando tengan tramos comunes —“exempli gratia”: el homicidio simple y el robo calificado por el uso de armas comparten una franja que va desde los ocho a los quince años de prisión o reclusión-, inci¬den de manera distinta en la sanción final. Es que el legislador permite subjetivizar (“íd est”: persona¬lizar) la sanción atendiendo a las circunstancias atenuantes y agravantes que emergen del autor, de la víctima y de la sociedad donde la conducta se concre¬ta. En un régimen republicano -ha dicho este Tribunal por su Sala I-, esa graduación no puede ser irrazona¬ble, como tampoco en un Estado de derecho quedar re¬servada al sentir de cada intérprete. De ahí que el Código Penal argentino haya determinado en sus arts. 40 y 41 algunos elementos básicos para que la tarea no anide en el puro arbitrio judicial. A partir de estas pautas y frente al caso penal, si operaran ate¬nuantes la pena se acercará al mínimo de la escala sancionatoria, mientras que incidiendo agravantes, lo hará al máximo amenazado (Sala I, sent. del 7/12/2000 en causa 1633, “Guazzi”). Por otra parte, el peso es¬pecífico de cada circunstancia minorante o agravante debe ser medido por el juez en función de las cir¬cunstancias del caso (art. 171 de la Constitución Provincial). Vale decir que los antecedentes persona¬les del autor, la reincidencia, la aqravación del daño infligido y la conducta procesal obstructiva o di¬latoria entre las agravantes, o la ausencia de ante¬cedentes condenatorios, el buen concepto vecinal, los hábitos de trabajo, la reparación del daño causado y el arrepentimiento demostrado entre las minorantes, tendrán un protagonismo diferente en las distintas especies juzgadas. En la supuesta concurrencia de unas y otras circunstancias, algunas enervan su po¬tencia, por ejemplo, si el hecho ilícito aparece como fruto de una forma asociada de delinquir y enmarcado en un acontecer casi vandálico, la ausencia de ante¬cedentes sólo puede incidir en una porción menor en la pena por discernir (causa 1633, “Guazzi”, cit.). En consecuencia, el juez de casación no puede dejar de cumplir ni con la esencia de la labor judicial a su cargo, ni tampoco con el específico cometido emer¬gente de la función que ejerce.

5.1. La cuestión, tal como se plantea, tampoco cambia en relación a los estratos de grada menor de la administración de justicia, aun cuando se confron¬te con el principio de congruencia o se la contemple en el marco del proceso acusatorio.

6. La temática luce más compleja en el plano del principio acusatorio, toda vez que este prefigura un sistema en el que las partes administran la prueba del debate (Sala I, sent. del 25/11/99 en causa 215,“Gómez”) y pueden disponer de los derechos procesales que hacen primordialmente a expectativas o posibili¬dades (Sala I, sent. del 27/6/2000, en causa 180, “Tablado”) . Obsérvese que si bien el sistema acusato¬rio significa que el tribunal no investiga ni se transforma en parte, dado que su rol, enmarcado en una concepción garantista, es la de ser un tercero absolutamente imparcial (vide supra 2.2.), no deter¬mina de ningún modo que pueda delegarse en otros sujetos del proceso el encuadramiento jurídico, porque tal conducta significaría lisa y llana renuncia al deber de juzgar que es valorar, subsumir y decidir (Sala I, sent. del 25/4/2000 en causa 706, “Igía”, doctrina de la mayoría). Y, desde luego, dejar en mano de las partes poner el techo a la penalidad por aplicar implica, ni más ni menos, una traba al ejercicio de la potestad de subsumir y juzgar (vide supra 2.3.). Es cierto que en algún precedente la Sala que integro señaló la im¬posibilidad de ir más allá de la requisitoria en pun¬to a participación delictual; pero la emisión de opinión fue enmarcada por la circunstancia de que a través de sucesivos actos procesales se había mantenido invariable, sin ser eficazmente impugnada o discutida, tal restricción (Sala I, sent. del 4/5/2000 en causa 164, “Jadra Tau”, doctrina de la mayoría). De ahí que sea criterio proclamado considerar que la función judicial en el sistema acusatorio no es la de un mero “convidado de piedra”, sino la de un elemento dinámico investido de todas las potestades necesarias para desempeñar la policía del proceso y decidir de conformidad con la ley (Sala I, sent. del 22/9/00 en causa 86, “Lombardo”). Seña¬lar que la labor del juez sería “extra petita” en el supuesto de imponer pena mayor que la solicitada par¬te de un error: el ejercicio de la acción penal im¬plica sólo exponer el fundamento fáctico, fundar la responsabilidad y proponer la sanción, nunca subro¬garse al juez. Dentro de este cuadro que traza la verdadera esencia del principio de congruencia (remito a 3.1.), sólo configura demasía la condena por hecho distinto de aquel que motivó la acusación.

7. En definitiva, la esencia de la labor judi¬cial y la ley dan andamiento a la potestad judicial de fijar la pena conforme a derecho; el principio de congruencia y la índole acusatoria del proceso no significan obstáculo alguno para ese cometido de raíz constitucional.

Así lo voto

A la cuestión planteada, el señor Juez doctor Mancini dijo:

Si bien es cierto que el esclarecimiento de temas de índole procesal, no suele agradar ni satisfacer en igual medida que el abordaje de otros asuntos jurídicos que, al menos en mi particular apreciación, entrañan más nobleza, también es cierto que la cuestión aquí planteada ofrece aristas de análisis relativamente interesantes.

Digo “índole procesal”, ya que aunque conceptualmente el derecho es uno, mandatos internos de estrechez epistemológica hacen que todos terminemos aceptando la cómoda división que en ramas nos viene ofrecida por los fueros, los códigos, las cátedras y las librerías.

Desde ese punto de mira, y sin salir todavía de este acaso excesivo pero no impertinente proemio, vale la pena señalar que lo procesal son las reglas y lo de fondo es lo que, antes, está esencialmente en juego (bien entendido este vocablo como sinónimo de materia central en disputa).

Debe recordarse entonces que las reglas del juego sirven al juego. No están para impedirlo. Cuando lo obstruyen se consagra el trastocamiento de lo trascendente por lo contingente.

Valga este señalamiento para desvanecer, así de entrada, la falsa contienda entre la jurisdicción y la acción, la cual pueda verse aparentemente montada sobre la discusión en ciernes.

Sin anestesia ni eufemismos es adecuado anticipar que todo enfrentamiento entre ambos conceptos desdibuja su verdadero devenir, puesto que, aunque ontológicamente las realidades puedan asumir en planos distintos, distintas categorizaciones, en el análisis que aquí corresponde desde el origen, no podría dudarse que la jurisdicción es, aristotélicamente dicho, substancia primera, y respetando ese lenguaje, la acción si bien no es accidente, es sí herramienta de condición instrumental; al menos en este plano de ingreso filosófico-político-jurídico en el que decidí fijar, no tanto el estudio mismo del asunto, sino su demarcación previa, para advertir de este modo que nunca irá por buen camino el intento de enfrentar las dos ideas en vez de armonizarlas como su propia naturaleza parece exigirlo.

No es ahora tiempo (en realidad, nunca lo es) para que la jurisdicción y el Ministerio Público contiendan en términos de poder para determinar sus respectivos grados de injerencia en la vida del justiciable sometido a un proceso penal. Su independencia formal —falsa, por ende, en naturaleza primera- no justifica exhaustivos debates sobre el alcance de sus respectivas voracidades y sus correspondientes capacidades recíprocamente inhibitorias, más allá, por supuesto, de lo que al respecto establezcan las leyes que son, en definitiva, fuente de tal independencia burocráticamente bien entendida. Menos aún si al suscitarse tales debates comienza a olerse el aroma del paternalismo jurídico judicial que, como casi todos los malos paternalismos, abre riesgos que afortunadamente todavía no se avizoran con nitidez, pero a partir de los cuales podría elucubrarse sobre la limitación de los jueces para imponer, en caso de condena pena menor a la solicitada.

Dicho esto parece apropiado descender hacia el tema en concreto.

Varios ámbitos podrían servir como escenarios distintos para deliberar y resolver acerca de la cuestión planteada.

El ámbito legal (es decir, aquel en el cual tiene primacía la idea de cumplir con lo que las leyes indican), si bien no es el territorio exclusivo para la consideración de este tema, es sí, cuanto menos, el único que los magistrados no pueden soslayar sin riesgo cierto y grave de incumplir su deber.

Estoy obligado entonces a comenzar por allí.

En ese terreno, la pregunta es sencilla y la respuesta es simple. Voy directamente a ella:

Por un lado, el art. 40 del Código Penal señala a los tribunales el modo de fijar el monto de la condenación, finalizando con una remisión complementaria hacia la disposición que le sigue.

Por otro lado, en la Pcia. de Bs. As. el rito expone en el primer párrafo del art. 375, y en el punto 2 del segundo, el cauce por el cual los magistrados provinciales deberán encarrilar su acatamiento al art. 40 del Cód. Penal.

Y, si bien se mira, eso es todo, o casi todo.

Más allá de que podrían citarse a modo de complementos (acaso ornamentales por indiscutidos) los arts. 5 y 121 de la Const. Nac., el art. 160 de la Const. de la Pcia. de Bs. As., los arts. 22 y 24 del C.P.C., y, si se quiere, otros cuya operatividad seria aún más difusa; más allá de ello -decía-, lo importante es que el breve esquema legal antes presentado abastece, según pienso, enteramente el principio general a partir del cual los magistrados sentenciantes deberán imponer la pena dentro del marco de la escala del tipo penal atribuido, fijándola de acuerdo con atenuantes y agravantes particulares del caso, y de conformidad con las reglas del art. 41 del Cód. Penal, sin que en tal franja que va del mínimo al máximo deban constreñirse a otros topes distintos de los que emerjan de normas específicas que obliguen a respetar determinadas dimensiones. Tales situaciones que podrían ser varias y dimanar a su vez de disposiciones procesales o de fondo (valgan como ejemplos, entre otros el juicio abreviado, la prohibición de la “reformatio in pejus”, la tentativa, la participación secundaria), no hacen sino confirmar el principio general ya explicado.

Por lo tanto, y con lo dicho, desde el punto de vista legal, la respuesta está dada. No es complicada y deja, en realidad, poco margen para la disputa.

Sin embargo, se ha elucubrado con error de lógica deductiva al ver en algunas normas del proceso penal (arts. 268, 326 y 368) un presunto poder dispositivo del fiscal (en realidad acotado), a partir del cual, con cita flotante de la idea de que quien puede lo más, podría lo menos, se ha terminado por sostener que el representante del Ministerio Público fijaría, con su pedido de pena, el límite máximo a la jurisdicción.

Una lectura adecuada sobre el punto muestra que cuando la ley ha querido facultar al Ministerio Público Fiscal para que su criterio (no dispositivo) se haga efectivo solitariamente o prevalezca por sobre el de la jurisdicción, lo ha hecho expresamente, del mismo modo en que, en el juicio abreviado, también lo ha fijado con particularidad.

Nada ha dicho el legislador de forma sobre aquella limitación que, por otros motivos, hoy se pretende como legislada, pero sin letra de la ley que autorice una interpretación de esa índole.

Aún sin desconsiderar el postulado que se aventura en el pedido de esta convocatoria, según el cual, a la inversa de los ciudadanos, a los magistrados (habría que agregarle que también a los fiscales) les estaría vedado todo lo que no les está legalmente permitido (idea de cuño ideológico sano), aún así -decía- el cuadro legal que presenté al inicio y que —repito- según estimo, resuelve el asunto, no toca disvaliosamente dicho postulado sino que lo atiende y lo respeta, puesto que desde él se sostiene, precisamente, que la facultad (a seguido me referiré a este vocablo) de los jueces de imponer la medida de la pena con la intensidad correspondiente proviene, justamente, de la ley. Y cuando digo “facultad”, en realidad concedo, puesto que, sin oponerme con vehemencia, a que esa tarea pueda ser entendida, desde cierto punto de vista, dentro del cúmulo de facultades de los jueces, la cosa se aclara más aún si no se inadvierte que, más allá de ella, es indiscutible que reviste, acaso antes que nada, la condición de obligación, de obligación legalmente impuesta; con lo cual estoy diciendo, ni más ni menos que, el magistrado que admitiese que por aplicación de los artículos 40 y 41 del C.P. y 375 del C.P.P. cabría una pena superior a la que impone, pero se ajustare luego al tope que entiende fijado por el pedido del acusador, estaría incumpliendo con la ley, al menos si no hubiere recurrido a un mecanismo legal para tener por desaplicadas las normas en principio aplicables.

Para cerrar las puntualizaciones que caben formularse en esta parte que he dado en llamar ámbito legal del tema, deseo discrepar con un argumento, que es frecuentemente empleado desde la posición contraria a la que vengo dejando expuesta.

Dicho argumento, en resumen, se presenta así:

El sistema de enjuiciamiento penal vigente es acusatorio; por lo tanto el juez -tercero imparcial- no puede imponer pena superior a la pedida por quien tiene a su cargo la promoción y el ejercicio de la acción penal.

Dos defectos deterioran, por no decir impiden, el acierto de esa afirmación argumental.

En primer término, es evidente el despropósito lógico que entraña la operación consistente en catalogar doctrinariamente un sistema (es decir, bautizar, poner etiqueta), para luego, a partir de tal bautismo académico, sostener sobre esa base, que el sistema tiene regulado de una determinada manera algún punto concreto.

El camino para una hermenéutica correcta -que de eso se trata- es muy otro. Efectivamente, en vez de rotular a la ley, y luego derivar de dicha rotulación lo que presuntamente la ley estaría indicando, corresponde, antes que nada, atender a su texto, y de acuerdo a lo que en él se expresa, luego, encasillar o no a dicha ley dentro de la denominación doctrinaria que se estime le cabe. Nadie negaría que la categorización doctrinaria o académica con la que se apoda a un texto legal podría ser, en ocasiones, una pauta más de su interpretación. Pero, -sobra decirlo- las pautas interpretativas tienen jerarquías diversas y la transgresión de ese orden de importancia suele aparejar errores muy serios.

En segundo término, también merece crítica desfavorable el alcance que los solicitantes de este acuerdo parecen brindarle al concepto de acusatorio.

Para poner las cosas un poco en su lugar, conviene recordar, muy brevemente que en el derecho argentino la regla es la persecución penal pública y obligatoria (arts. 71 y 274 Cód. Penal), sin que rija el principio de oportunidad, más propio del derecho anglosajón. Por lo tanto, sólo puede concebirse al sistema como formalmente acusatorio en orden a que el Estado (jurisdicción por excelencia) escinde de sí mismo un órgano, el Ministerio Público y separa, de forma, las funciones de sentenciar y acusar. Además de ello, los ritos provinciales se muestran, unos con más tendencia a marcar esa distinción que otros. De hecho el código procesal penal de la Provincia de Buenos Aires contiene algunas disposiciones que oscurecerían esa pretendida nitidez en la diferenciación de roles.

Entonces, si la intensidad “acusatoria” es un fenómeno variable (no igualmente común ni idéntico) en cada código procesal según sus respectivas particularidades, resulta inadecuado intentar el conocimiento de sus directivas concretas a partir de una categorización denominativa general que la ley pueda merecer en el campo de la doctrina.

Tales desajustes son, en general, el producto de una excesiva vocación definidora más propia de otras ciencias.

En efecto, las disciplinas que tratan los órdenes jurídicos en marcha, por lo general no son definitorias. Sólo excepcionalmente definen en esencia las realidades o las entelequias.

Es propio de su naturaleza regular sobre las cosas (relaciones, circunstancias, situaciones o procederes) dejando las definiciones a otras disciplinas conexas. Mirando con atención se verá que esta modalidad tampoco se desvirtúa en el autotratamiento endógeno de las instituciones que le pertenecen con exclusividad completa o casi completa. Las definiciones, comúnmente, no suelen abundar en esas disciplinas cuyo contenido material consiste en registrar cómo opera el derecho, ni tampoco en las consagraciones más específicas de sus regulaciones, especialmente las arquetípicamente rituales.

Dicho esto, es bueno destacar entonces que, si el campo instalado como objeto de nuestro conocimiento no está sembrado de definiciones, mal haríamos en recurrir a definiciones, o peor, a meros bautismos, para luego, a partir de ellos, intentar la extracción de conclusiones (interpretaciones), deduciéndolas de un apotegma que, en realidad, no las arroja, ni las deriva, ni las permite.

Es decir que, en lo que hace al interrogante sometido a la opinión plenaria, nuestra ley procesal no dice -ni insinúa- lo que, parece, quieren hacerle decir los proponentes, por vía de una conceptualización doctrinaria conque la bautizan.

Contrariamente a ello, en concreto, cuando la ley refiere a una limitación de la especie a la que estamos aludiendo, lo hace puntual y exclusivamente frente a la necesidad de delinear los perfiles de un procedimiento determinado (el llamado juicio abreviado), necesidad que viene a mostrar entonces con mucha evidencia, cuál es la regla general (emanada de normas que ya cité) y cuál es la excepción. Termino así este orden de consideraciones.

Convienen ahora, algunas otras elucubraciones vinculadas al asunto.

La convocatoria a este plenario, formulada desde la sede fiscal, ha hecho importante pie en el denominado principio de congruencia.

Generalmente, la introducción de una idea particularizada en medio de un debate en el que no se han aclarado previamente los consensos mínimos sobre su significación, alcance y desarrollo, termina produciendo grandes o pequeñas confusiones.

No importa tanto que la Casación Penal Nacional haya sostenido, sin que pueda atribuírsele desacierto, que el principio en trato implica correlación entre el hecho comprendido en la declaración indagatoria, el que fue objeto de acusación y el considerado en la sentencia penal; ni que la Casación de esta Provincia, por su Sala 1ª -mejorando el modo de expresarlo- haya dicho que el mentado principio requiere identidad entre el hecho intimado en los sucesivos actos procesales por los que transcurre la imputación y el narrado en el veredicto y sentencia.

Importa señalar, antes que ello, que, visto desde la posición del justiciable imputado, el principio de congruencia —garantía derivada del derecho de defensa para cuya protección rige- opera como un intento de impedir, bajo apercibimiento general de invalidez, que la amenaza de condena o la condena puedan ser, abarcativas de un suceso diverso por extensión, a aquel que constituyó la imputación que fue el presupuesto (nunca más apropiado que aquí la utilización de este vocablo) de la puesta en marcha de la persecución estatal con pretensión punitiva, todo lo cual no es sino una mera descripción funcional del mecanismo que evidencia una arista más del esencial derecho de defensa mencionado al que se pretende asegurar resguardando su potencial ejercicio, oportuno y permanente, respecto de la integridad (totalidad) del acontecimiento histórico que, configurando, entitativamente la atribución, debe entonces ser afirmado con un contenido fáctico delimitado e inmutable, entendiendo tal inmutabilidad como la condición de permanecer inalterado en su “mismidad” a lo largo de las sucesivas muestras que se le van formulando a las partes (en sentido amplio) con roles enfrentados en el proceso.

De esta inteligencia esencial y funcional del tema, de la que en realidad, provienen las regulaciones procesales que encarrilan el concepto del principio comentado, podrán ser escudriñados los alcances de las normas que directamente lo rigen, o de aquellas de las que indirectamente se pretenden asociar con mayor o menor adecuación.

Campea, en este análisis, la idea de la sorpresa con la que no puede afectarse al ejercicio de la defensa.

Pero, esta sorpresa que, en el terreno de los hechos, podría aparecer como el producto de un proceder engañoso o traidor, axiológicamente impensable como constitutivo de un obrar estatal de derecho, debe, claro está, ser anatematizada y considerada causa de la invalidez con la que cabrá fulminar el acto jurídico que la entraña o la implica.

Y ello es así puesto que, en el ámbito de los hechos, el proceso es herramienta de averiguación histórica; y de los protagonistas del proceso, hombres al fin, no podrá darse por sentada una capacidad adivinatoria que por naturaleza no poseen.

Pero, en cambio, en el campo de las decisiones que recaen sobre lo jurídico (refiero verbigracia al encuadre legal o al monto de la pena), no funcionan idénticamente los mecanismos que la teoría del conocimiento (en cualquiera de sus concepciones) expone para la captación humana de las realidades. Hay en este campo verdades formales, consensos preestablecidos que en lo que nos atañe, tienen —ni más ni menos- jerarquía de ley.

Existen en esta área determinaciones ya fijadas por leyes previas y conocidas que angostan mucho el margen de posibilidades de aparición de la sorpresa. Entonces, aquello que dentro de ese estrecho espacio fuere motejado de sorpresivo, aunque acaso materialmente pudiere serlo en alguna medida, igualmente no estará, en lo formal, vedado de validez bajo la protección de una idea inadecuadamente extendida de la congruencia exigible.

Y, vaya paradoja, mientras que por una lado, a partir de los sucesos históricos materiales, objeto de nuestro esfuerzo cognoscitivo de raciocinio, logramos en definitiva una reconstrucción de conductas y resultados concretos, en cuyo proceso de fijación aparecen más concebibles la discusión y la incertidumbre, por otro lado, en cambio, en principio, no mensuramos como discutibles a las aceptadas categorizaciones “apriorísticas” que las normas dejan formalmente establecidas a modo de consenso, en general indisputable (nótese que, salvo excepcionalmente, nadie cuestiona en el proceso las escalas fijadas por la ley en abstracto, ni tampoco la puntualización de que una conducta legalmente descripta como tal, es delito). Alguien podría apuntar que esta curiosidad, más que paradojal, configura una simple demostración de la obviedad conque se presenta la nota de arbitrariedad (en el sentido de consensuadas) que tienen algunas disposiciones jurídicas en las que la verdad intrínseca de su mandato no viene de la naturaleza, ni del experimento, sino del ficto pacto de mediato grado que emerge de tener por consensuada la vida institucional y, en orden a ella, las derivaciones que le son propias.

Esta pequeña digresión es útil para mostrar la gran diferencia que en naturaleza tienen los dos tipos de sorpresa con los que la tarea defensista puede llegar a enfrentarse.

Por un lado, el corrimiento del objeto procesal desde el punto de vista fáctico frente al cual constituiría un gravísimo despropósito exigir a la defensa la previsión, casi adivinatoria, como ya dije, de las infinitas variables con las que, sin aviso, podría encontrarse, irremediablemente sorprendida quedando así sometida a posibles caprichos de los representantes del estado que llevan o deciden sobre la acción (concepto procesal) penal.

Por otro lado, muy distinto, sin corrimiento del objeto fáctico procesal, las decisiones jurídicas que el ritual exige tomar y que no tienen la amplitud propia de los hechos, sino el acotado margen que le fijan las leyes, previas, conocidas, o cuando menos, cuyo conocimiento si es exigible, -diría- hasta legalmente exigible, sin que haga demasiada falta recordar la antipática norma del art. 20 del Cód. Civil.

Dicho todo esto, corresponde ahora destacar que la pregunta del caso se instala en un ámbito netamente normativo, al menos si se la encara considerando que la selección del monto de pena —como operación jurídica destinada a individualizar la sanción del condenado dentro de una escala legalmente establecida y de conformidad con pautas, también legalmente indicadas- es una labor intelectual que ya no tiende a reconstruir históricamente y mediante cotejo probatorio lo sucedido, sino que, distintamente, una vez obtenida esa realidad evocada, se desenvuelve hacia un terreno arquetípico de la jurisdicción como tal, consistente en decidir un punto determinado atendiendo a la aplicación de la ley a dicho punto, o sea, pronunciándose en concreto a partir de un mecanismo que, más gráficamente, podría describirse como el acto de hacer descender un mandato legal abstracto sobre aquello que resulta objeto (con resultado hasta allí indeterminado) de la decisión judicial determinante. Ni más ni menos que actuar la ley.

Ahora bien, claro es que el acusador que estime probados los presupuestos de la condena podrá opinar (deliberadamente empleo este verbo, aunque su opinión pueda ser bien considerada como un fundado pedido) acerca del monto de la sanción a imponerse. Pero esa opinión (o si se quiere, pedido), no tiene la virtualidad de cambiar la ley que establece la escala dentro de la cual el juzgador debe individualizar la especie y cuantía de la pena. Es decir, si la ley no se altera por esa vía, entonces el monto requerido por la acusación no puede funcionar como una regla de tope que, bajo apercibimiento de incongruencia, limite al magistrado por fuera de la ley.

En el inconmensurable campo de los hechos, está en crisis (o sea, a espera de resolución) solamente aquello que es conocido y sobre lo cual, por ende, quedó garantizada la posibilidad de discusión. En este terreno, las alternativas histórico-fácticas son infinitas y entonces, aquellas que no se hicieron conocer, no pudieron ser formalmente objeto de disputa.

En el campo del derecho, si mal no se mira, también está en crisis (o sea, a espera de pronunciamiento) aquello que es conocido. Sólo que en este otro terreno, las alternativas (en este caso jurídicas) no son infinitas, sino que están legalmente preestablecidas y su conocimiento es exigible a todos, puesto que el anoticiamiento universal de la ley (en esta ocasión la penal) está supuesto en el orden jurídico como presunción de derecho, con lo cual, dichas alternativas jurídicas —materialmente cognoscibles y formalmente conocidas desde siempre-pudieron ser, en lo formal, objeto de disputa.

Como puede verse, la modalidad operativa del principio no varía. No hay sorpresa, no hay deterioro de la posibilidad del ejercicio del derecho de defensa.

Acaso resuene severo mencionar que ningún denominado principio de congruencia debería funcionar para proteger el error, la ignorancia (distinta de la falta de noticia) o la desidia. El error, la ignorancia o la desidia, en el derecho penal, están protegidos o desconsiderados de muy distinto modo y en tópicos distintos al que aquí se estudia.

Podría mencionarse complementariamente a esta altura que en el proceso penal de la Pcia. de Bs. As. el fiscal no tiene el deber legal de pedir un monto determinado de pena. Su solicitud de condena, que implica la de que el condenado sea penado, puede quedar allí, sin circunstanciación de especie ni cuantía, dejando esa individualización librada a la consideración y decisión del Tribunal.

Pero elucubrar sobre este elocuente dato, sería argumentar nuevamente en el ámbito legal, espacio en el que ya cité las disposiciones específicas que dan respuesta normativa al cuestionamiento central.

El sentido de esta mención, casi epilogando lo relativo al tema colateral de la congruencia, debe ser entendido como una manera de advertir que esa nota, aunque no explique la generalidad de los casos, termine por señalar que si no es requisito esencial la existencia de uno de los hitos propuestos para el parangón en que se sustenta la pregunta, dificilmente pueda contestarse la misma por el camino restrictivo.

Hasta aquí he dado las razones por las cuales entiendo que el principio de congruencia no se ve violentado cuando el sentenciante impone un monto de pena (o una pena) superior a la que el acusador estima justa y adecuada.

Pero, sin salir todavía de este enfoque argumental de la congruencia, destaco que los proponentes de este plenario, parece, dan por cierto que el Tribunal de Casación comparte su posición en aquellos casos en que la mayor pena se funda en circunstancias aumentativas no mencionadas por el fiscal.

Por mi parte, no hay tal cosa.

Sostengo, sobre la base genérica de los argumentos ya expuestos, más otros que añadiré, que el juez o tribunal que aplica una pena superior a la mencionada (pedida) por el representante del Ministerio Público, fundando esa decisión en circunstancias (arts. 40 y 41 C.P.) que -aunque no aludidas por el acusador- constituyeron hechos que se tuvieron por probados en el juicio desarrollado con la presencia y contralor de las partes, ese juez o tribunal -digo- no desoye ni roza el principio de congruencia, ni por ende, tampoco lastima el derecho de defensa.

Si tales hechos, cuya reconstrucción histórica pasó por el juicio que, frente al tribunal o juez, actuaron las partes, y de tal guisa fueron consagrados en el fallo como hechos probada y ciertamente ocurridos, bien pueden ser entonces empleados para fundar la pena aunque las partes no los hayan mencionado, puesto que esta ausencia de mención no tiene virtualidad para erradicar dichos elementos de la materia objeto del juicio la cual integraron hasta el grado máximo de ser consagrados, como dije antes, como datos o sucesos probados y que, como tales, a estos fines, complementan la recreación de la existencia exteriorizada del acontecimiento que, constituyendo ilícito penal, el sentenciante tiene el deber de retribuir.

Y así ya he llegado a acercarme descriptivamente a aquello que los proponentes del plenario dieron en llamar “tipo judicialmente determinado”, lo cual constituye un elocuente giro verbal que atrapa con adecuación la realidad a la que alude, sin perjuicio de señalar que peca por exceso el intento de incluir en ella la “valoración cuantitativa realizada por la pretensión fiscal”, que fue erróneamente considerada (con desborde metafisico meramente dogmático y con salto lógico inexplicado) por los solicitantes de este acuerdo, quienes pretenden entenderla como perteneciente a la esencia de ese tipo judicialmente determinado, el cual, -claro está- en lo que hace, ya antes, a su ontología, es escindible de su consecuencia (la condena), que a su vez es presupuesto de otra realidad (la pena -no única, sino físicamente espectral-) que la sigue, a cuyo respecto, en orden a su condición de generada en el campo de lo jurídico, ya me he referido extrañándola del campo de operatividad del principio de congruencia como vino alegado.

Es obvio que la idea que informa este modo mío de pensar quedó explicitada cuando, en un párrafo precedente, me referí a la imposibilidad válida de invocar con éxito que el llamado principio de congruencia puede aplicarse eficazmente para proteger errores, ignorancias o desidias. El desequilibrio entre la fortaleza o debilidad de las partes ha sido atendido por la ley procesal en muchos casos puntuales, pero nuestra ley ritual, todavía, no ha entronizado disposición alguna que permita directa o indirectamente la interpretación contraria.

Me apego entonces a la ley. Y de ella emerge que, cuando el principio general según el cual las partes ponen los hechos y el juez pone el derecho (que explica bien la naturaleza de la recurrencia a la jurisdicción) ha querido ser excepcionado, lo ha sido expresamente y, como obviamente corresponde, también a través de la ley.

Es fácil imaginar, coherencia mediante, cuál es la vereda por la cual transitarán mis pronunciamientos en temas conexos de la misma índole argumental, tal como lo sería el de las diferentes calificaciones legales, pero ni me extenderé, ni verteré opinión ahora sobre ello, ya que esa clase de asuntos ha quedado fuera del marco de este plenario.

Por supuesto que el desarrollo de todo lo manifestado sería distinto si el escenario legal fuese distinto. Es decir, si por disposiciones legales concretas se vedara a los magistrados del fuero penal la posibilidad de imponer montos de sanción superiores a los requeridos, entonces sí, más allá de la relativa incompatibilidad que tal legislación pudiere tener con alguno de los argumentos metalegales que antes dejé formulados, aún así -y si así fuera- igualmente en principio correspondería, claro está, respetar la ley, por fuera de las discrepancias doctrinarias y los reparos de contextualidad.

Por otra parte, de paso sea dicho, en verdad nunca podrá verse con malos ojos todo aquello que legalmente se pueda disponer a favor de la parte que ha sido entendida -invocándose varias razones, no todas trascendentes- como la procesalmente más débil.

Por último, el enfoque político judicial con el que viene ornamentada la petición del plenario, agregando por sobre sus argumentaciones la conveniencia administrativamente práctica de limitar a la jurisdicción con la finalidad de no recargar su tarea, no tiene ninguna, reitero, ninguna relación con la cuestión puntualmente planteada aquí. Para entenderlo basta con apreciar que al momento de fijar la pena, es obvio que, -en ese trance- la situación inexorablemente existente supondrá la necesidad de resolver una causa a través de un pronunciamiento que, cualquiera fuere el sentido cuantitativo en que se lo dicte, jamás ofrecerá la posibilidad de un ahorro de tareas.

Si, en cambio, se quiere ver en la magistratura sentenciante al Estado omnipresente y en él, a la amenaza de una tormenta autoritaria, entonces dos cosas, por lo menos deben ser recordadas.

En primer lugar, cuando la jurisdicción fija la pena en el marco legal correspondiente al cual me he referido antes, no desborda sus facultades sino, más bien, cumple con uno de sus deberes. Ello, como consideración acotada internamente dentro de la función judicial, como una de las propias del poder entendido como único.

En segundo lugar, ampliando la visión del asunto, y sin olvidar que algunas aristas del Estado bien podrían ser vistas como modalidades jurídicamente sofisticadas de la violencia, igualmente, según cuenta la historia entera de la civilización, cuando el autoritarismo ha posado sus reales, no lo ha hecho exactamente sobre la jurisdicción, sino sobre los otros operadores funcionales de dicho Estado, quedando, precisamente, la jurisdicción con su inherente cometido de contralor y custodia, a veces ejercido, a veces no, pecando, claro, en este segundo caso por omisión, por grave omisión, si se quiere, pero no más.

Volviendo al enfoque interno de la función judicial estimo entonces que no debería recelarse en mayor medida de la jurisdicción propiamente dicha que del Ministerio Público el cual, aún compelido legalmente a la objetividad, podría, en caso de asumir un adecuado paternalismo al que me he referido antes quedar acaso tentado de desempeñar -ya en el asunto que nos convoca- el rol de fijador exclusivo del monto de la pena, que casi va de la mano con la idea de dejar inermes a los magistrados para que, sobre el punto, se conviertan en meros delegados de la aplicación de la pena solicitada.

Como resumen final de cierre, y con fundamento legal en las normas que fueron mentadas, afirmo que la fijación de la pena es labor propia (más que facultad, deber) de los jueces que tienen a su cargo el pronunciamiento sobre el punto. Es, ni más ni menos que una de las varias facetas (acaso una de las arquetípicas) del ejercicio mismo de la jurisdicción. Y en esta alternativa del ejercicio de dicha jurisdicción, la tarea de selección fundada de la pena no tiene otros límites cuantitativos que aquellos que le vienen impuestos por la ley.

Así lo voto.

A la cuestión planteada, el señor Juez doctor Natiello dijo:

El fiscal propone como pregunta: ¿Puede el órgano jurisdiccional “exceder” al sentenciar el monto de pena solicitado en la pretensión fiscal?.

Este interrogante es muy puntual (monto de pena) y deja sin respuesta otros interrogantes relacionados a temas tales como calificación, atenuantes y agravantes, etc.

Propongo incluir el referido a tales temas.

Llega a conocimiento del cuerpo colegiado que integro el planteo del Fiscal Titular y del Fiscal Adjunto ante este Tribunal de Casación Dres. Carlos Arturo Altuve y Marcelo Fabián Lapargo, alegando disímil y contradictorios pronunciamientos debidos a las Salas I y III de este cuerpo, respecto al “.... modo en que se ha computado la incidencia que la pretensión fiscal posee como limite de máxima de las decisiones del órgano jurisdiccional...”.

Entienden los Sres. Representantes del Ministerio Público que dichas contradicciones operaron en las resoluciones de la Sala I:

Causa 164 “Jadra Tau, Pedro s/ recurso de casación”.

Causa 103 “Molina, Nelson s/ recurso de casación” .¬

Causa 65 “Gimenez, Ignacio s/ recurso de casación”;

y de la Sala III:

Causa 4310 (223 de Sala) “Rivero, Alberto s/ recurso de casación”.

Adelanto que no es real que en el precedente “Jadra Tau” la Sala I de este Tribunal se haya expedido mayoritariamente en el sentido que indican los Sres. Representantes del Ministerio Público Fiscal, en punto a que “. . .Esa caracterización que hiciera la acusadora... constriñe al Tribunal a no ultrapasar ese límite de imputación para no afectar el sustento nuclear del sistema acusatorio de enjuiciamiento penal...”, ni que “...la necesaria sujeción al “hecho contenido en la acusación o sus ampliaciones” a que se refiere el art. 374 del rito, importa para dicho Tribunal la imposibilidad de ir más allá del pedido de la parte acusadora...”. (Causa N0 164. voto del Dr. Sal Llargués, cuestión cuarta)

Como digo no es real que el fragmento del voto del colega Sal Llargués haya adquirido mayoría en el resolutorio en cuestión. Y no hizo mayoría desde que -obviamente- no integró el voto del Suscripto que votaba en primer término, ni resultó ser el argumento por el cual el Dr. Piombo - segundo en el orden de votación- fundaba su disidencia para apartarse de mi voto inicial.

Como se desprende de mi voto en la causa de referencia, respecto de la configuración de los hechos y su existencia en base a su exteriorización material, en punto al modo y grado de participación del encartado en el mismo (que era el tópico a decidir) entendí que era - en principio - irrevisable en casación, por resultar que devenían de datos y elementos de indudable base fáctica, exentos del control casacional, salvo que se alegare - y acreditare - absurdo o arbitrariedad.

Entendí que resultaba insuficiente - a los fines de fundamentar un reclamo casatorio - la sola atribución del carácter de absurdo a una resolución, si no se demostraba acabadamente el porque, de la afirmación alegada.

El Dr. Piombo - en los puntos 4 y 5 de su voto a la cuestión cuarta mencionada - acude a la “duda” respecto del alcance de la participación del encartado en el evento, pero no en cuanto a la participación misma.

Por esa circunstancia decía el colega que el corolario legal debe ser retomar la tesitura primigenia, o sea la aplicación al caso de la figura de la complicidad secundaria, alegando que en la plataforma fáctica tenida por probada, si bien no se patentizan infracciones a las leyes de la lógica, se perfila una especial “circunstancia de incerteza” acerca de lo central del accionar homicida. Decía asimismo, que la mayoría de la Cámara consideró probada una determinada composición fáctica; en cambio la minoría - a la cual adhiere - entiende que del debate surgió acreditada otra parcialmente distinta.

Entendía el colega – entonces - que era por esa “anotada fisura” por la que - a su criterio - se encontraba autorizada una revisión ampliada del documento que la contenía; más no que fuera “la caracterización que hiciera la acusadora” la que debía “constreñir” al Tribunal a no ultrapasar ese límite de imputación para no afectar el sustento nuclear del sistema acusatorio de enjuiciamiento penal, - como en soledad sostuviera el Dr. Sal Llargués en su voto - y menos aún lo relativo a la referencia realizada por este distinguido colega relativa a que “...la necesaria sujeción al “hecho contenido en la acusación o sus ampliaciones” a que se refiere el art. 374 del rito, importa para dicho Tribunal la imposibilidad de ir más allá del pedido de la parte acusadora...”.

Con ser respetables esos argumentos, lo cierto es que son propios del Dr. Sal Llargués, y no integraron - como se dijo - la mayoría de opiniones en el resolutorio en cuestión.

El colega mencionado - al votar en tercer término – no adhiere al punto 4º del voto del Dr. Piombo en la cuestión cuarta de referencia, y descarta de plano toda duda, y en especial la que exterioriza el Dr. Piombo, en su voto; y la emprende con el criterio inicialmente transcripto, dando sus distintas razones para fundamentar su opinión disidente.

Por otra parte al pronunciarme en la cuestión quinta en el citado precedente, me aparté de la tesis defensista que propiciaba precisamente ello, y una supuesta falta de congruencia entre la imputación inicial y el fallo.

Dije entonces - y reafirmo ahora - que “...el Tribunal se encuentra habilitado a subsumir los hechos bajo conceptos jurídicos comprendidos en una calificación aún distinta de la expresada en la acusación o requerimiento fiscal... en tanto y en cuanto se trate del mismo “acontecimiento histórico imputado”, de la cual la sentencia no se podrá apartar, porque su razón de ser es decidir precisamente sobre él...”.

Entendí en esa oportunidad que “...No se viola el principio de congruencia si el inculpado fue acusado y sentenciado por el único y mismo hecho por el que fuera defendido en las oportunidades procesales correspondientes...”.

Los colegas que me acompañaron en ese Acuerdo al votar la cuestión quinta entendieron que por “...Lo sostenido al evacuar la cuestión cuarta... se vuelve abstracta toda consideración acerca del principio de congruencia y sus proyecciones en el caso “sub examine”...“, y por lo tanto no efectuaron referencias concretas sobre el punto en sus votos.

En cuanto al restante precedente alegado como “contradictorio” por los solicitantes al plenario, (el de la causa 103 “Molina”), se apunta a que la existencia de “arrepentimiento, comienzo de resocialización y deseo de enmienda en el inculpado”, que habría surgido en la audiencia llevada a cabo en los estrados de este Tribunal de Casación, debía ser considerado “hecho nuevo “ a ser tenido en cuenta en esta Sede (“...atento la amplitud que debe asumir la casación a partir de los casos “Maqueda” y “Giroldi”...” que refiere el Dr. Piombo); más lo fue por mediar expreso acuerdo otorgado en esa audiencia por el Sr. Fiscal interviniente ante esta Sede, y ello como consecuencia del omnipresente principio acusatorio - también vigente ante esta Sede Casatoria - hoy directriz del nuevo procedimiento judicial penal, y no por otra causa, desde que el ataque no alcanzaba a conmover la sentencia en punto a la merituación de las atenuantes, y que de ellos se había tomado cumplida razón en el veredicto, y a todo evento no aparecía como irrazonable o absurdo el peso relativo que se les había atribuido en el decisorio.

Respecto del último de los precedentes referidos por los incidentistas (el de la causa N0 65 “Gimenez”), resulta claro que esta Sala I del Tribunal sostiene que los Jueces de los Tribunales de Juicio son soberanos en la apreciación de atenuantes y agravantes y sus conclusiones solo serán revisables en casación cuando indebidamente se omitan computar un motivo de atenuación debidamente alegado por las partes, o cuando tengan indebidamente en cuenta uno de agravación (obviamente no alegado por ellas, “rectius” por la Fiscalía actuante), o valoren como agravante lo que debió ser atenuante, o directamente infrinjan las escalas penales fijadas para el respectivo delito (Sent. del 24/5/99 en causa 65 citada), pero para el acceso a esos vicios de arbitrariedad o absurdo, obviamente estos debieron haber sido alegados y acreditados por el recurrente, demostrando que constituyen un incorrecto análisis critico de los elementos de prueba incorporados en la determinación de los hechos con los que ellos se demuestren, y la existencia de un grado de convencimiento errado y manifiesto, circunstancias estas decididamente revisables en esta instancia por absurdas y arbitrarias.

Ello será así, pues si el Sentenciante se hubiere apartado groseramente del “plexo probal” examinado, y si las conclusiones a las que hubo arribado no fueran el fruto del análisis racional de esas pruebas, el respeto a las normas que gobiernan la correlación del pensamiento humano, y las leyes de la lógica, la psicología, la experiencia y el sentido común - que resulta ser el único límite infranqueable a sus decisiones - amerita que la resolución en crisis - aún la que versare sobre atenuantes y agravantes - deba ser casada.

Tiene dicho la Sala I que integro que “.... salvo el quebranto de las reglas de la sana critica (sent. del 24/5/99 en causa nro.69, “Andueza”) o en extremoso supuesto del absurdo (sent. del 8/9/99, en causa 1185 “Benitez”), permanecen firmes en esta sede las conclusiones fácticas a las que arriban los órganos jurisdiccionales de grado (entre muchos: sent. del 7/10/99 en causa 331 “Yaguar”).

Por lo antedicho concluyo que no me cabe duda alguna que, salvo los supuestos de justicia negociada (“rectius” en los casos de juicio abreviado de los arts. 399 y cc. del C.P.P.), la limitación a la jurisdicción de los jueces no procede sea extendida analógicamente a procesos como los de trato, y su función decisoria no puede quedar limitada por el requerimiento de pena formulado durante el debate, en lo que hace a la mensura del reproche, especie, modalidad de aplicación, monto de la pena a aplicar, así como juzgar o precisar en punto a las figuras delictivas a aplicar, sin otra limitación que su razonabilidad (o sea si no se alegara y acreditara absurdo, arbitrariedad, ilegalidad, irracionalidad o quebranto de las leyes de la sana crítica, de la lógica, psicología, experiencia o del sentido común).

Por todo lo dicho es que voto contestando al interrogante planteado sosteniendo que, la pretensión fiscal no es límite de máxima para las decisiones del órgano jurisdiccional.

En línea con lo ante dicho, y enterado en el acuerdo de las consideraciones del Dr. Piombo al respecto adhiero a las mismas, en virtud de guardar relación y coincidencia con mi parecer, respecto del planteo por él efectuado.

Así lo voto.

A la cuestión planteada, el señor Juez doctor Celesia dijo:

Para no incurrir en repeticiones innecesarias, vista la extensa fundamentación contenida en los votos que anteceden y retomando la línea desarrollada por los Dres. Piombo y Mancini, creo que la respuesta a la cuestión que se trae al acuerdo debe buscarse en la ley, con lo cual si bien correspondería señalar las razones que funden el criterio por adoptar estas deberían asentarse siempre en alguna previsión legal desde que la función jurisdiccional consiste en el ejercicio permanente e inexcusable de aplicar las leyes penales a las situaciones concretas que se plantean en el curso de los procesos.

En esta tarea parece necesario separar la incidencia que la ley o sus interpretaciones podrían tener, de las formulaciones doctrinarias que procuran establecer no lo que la ley dice sino aquello que, según esas concepciones, debería decir.

El proceso solo tiende a posibilitar la realización del derecho sustantivo y en tal sentido establece las actuaciones necesarias para verificar el juicio previo constitucional que es condición de la pena, pero la ley no abunda en definiciones dogmáticas, mas propias de las disciplinas que estudian el fenómeno procesal a nivel científico que de aquellas que reglamentan la actividad del proceso, por lo que si bien parece prudente la utilización, entre otros métodos, de la interpretación sistemática cada vez que haya que aclarar el alcance de una disposición, lo que nunca sería posible es anteponer la concepción dogmática a la propia ley.

Para determinar si es posible en la legislación vigente que el pedido de pena formulado por el Fiscal vincule al Tribunal de modo que no pueda excederlo, surge una primera dificultad originada en que el legislador no ha previsto esa situación, a diferencia del Código Procesal Penal de Córdoba que establece en su art. 410 que el Tribunal puede calificar de manera distinta y condenar a una pena mayor que la requerida por el Fiscal, salvo que se trate del juicio correccional (art. 414) o del abreviado (415).

Según el Código de Tucumán tanto el Tribunal en lo Criminal como el Correccional pueden cambiar la calificación y subir la pena, mientras que el Código Procesal Penal de la Nación establece en el art. 401 que en la sentencia el Tribunal podría dar al hecho una calificación jurídica distinta de la contenida en el auto de remisión a juicio o en el requerimiento fiscal aunque deba aplicar pena más grave o una medida de seguridad.

El Código Procesal Penal de la Provincia de Buenos Aires dispone la imposibilidad de aumentar la pena en el caso del juicio abreviado y del juicio correccional pero omite expedirse con relación a las causas criminales. Se trata de una imprevisión que junto a la relacionada con la posibilidad de producir prueba como instrucción suplementaria durante la etapa preliminar del juicio de oficio o solo a pedido de parte, constituyen dos importantes omisiones en que ha incurrido el codificador, pero que no impiden considerar otras disposiciones de la propia ley como sus arts. 375 y 374 o del Código Penal (arts. 40 y 41), frente a las cuales las específicas prohibiciones respecto del juicio abreviado y el correccional se aprecian claramente como excepciones al principio general de que la determinación de la pena, pertenece a los jueces, conclusión que como se advierte viene alineada con la que adoptan los mencionados digestos de la legislación comparada.

Este aspecto que se considera parece esencial para dar respuesta a la cuestión planteada.

En el plano de la consideración lógica que necesariamente antecede a la dogmática pues la nutre y le da sustento, no es posible justificar la enunciación de limitaciones particulares a la facultad de determinar la pena que estén fuera de las previstas, cuando el principio general que se deriva de la ley es otro o más claramente, si la ley no ha establecido limitaciones vinculatorias sino en determinados casos que poseen naturaleza excepcional, sería ilógico derivar que esas limitaciones rigen para todos los supuestos, aún los no previstos, pues cuando se establece una excepción, el sentido contrario lo da la regla, desde que lo excepcional es aquello que se excluye de la generalidad y queda fuera del principio común.

Sin salirse de lo normativo pero desde un punto de vista más abarcante que viene en línea con lo expuesto, podría decirse que en nuestro país rige el principio de legalidad en el ejercicio de las acciones penales asentado en los arts. 71 y 274 del Código Penal según los cuales deberán iniciarse de oficio todas las acciones penales sin que pueda ello impedirse o relativizarse salvo en el caso de las excepciones previstas en la ley.

Pero como la realidad contrasta de forma tan patética e ineluctable con la eficacia de este principio, se han comenzado a preveer criterios de oportunidad que las leyes regulan expresamente como excepciones, cual la aludida limitación de no sobrepasar la pena fijada en el acuerdo del juicio abreviado y sin llegar a invalidar el principio general de legalidad conforman lo que se ha denominado un sistema de oportunidad reglada.

Es que frente a cada conducta que se acrimina en los tipos penales hay no solo una escala penal determinada sino pautas predispuestas que se ponen a cargo del órgano jurisdiccional para la individualización de la pena.

Resultaría por ello un despropósito que una regla de actuación procesal viniere a modificar la facultad que los jueces tienen de fijar las penas dentro de los canones establecidos en la propia ley penal.

Desde este punto de vista, la posibilidad de morigerar las penas en razón de la política criminal de determinada privincia a través de organismos que como el Ministerio Público Fiscal tienen una estructura vertical y permiten impartir directivas que deben acatar los funcionarios jerárquicamente inferiores, plantearía, especialmente si dependiesen del Poder Ejecutivo, el peligro de desigualdad en la aplicación de las penas dentro de un sistema constitucional que ha querido lo contrario, al encargar al Congreso Nacional la tarea de dictar un solo código penal donde además de diferenciarse las conductas prohibidas se establezca su concreta relevancia penal a través de una escala punitiva que, en principio, correspondería aplicar en condiciones de igualdad.

Si prevaleciera el principio dispositivo y la ley se instituyese en el exclusivo interés de las partes, sería razonable que cada una fijara el monto de sus reclamos, pero el derecho penal no solo atiende al interés particular, también procura preservar la paz y la seguridad jurídicas mediante la protección de los valores básicos para convivir en una comunidad.

De modo que no se trata de renunciar una sanción reparatoria instituida en el exclusivo interés de la víctima, aspecto que guarda mayor relación con la acción privada, sino de fijar las penas de las conductas prohibidas en lo que configura el ejercicio jurídico del poder punitivo del Estado y conlleva la finalidad pública de asegurar, utilizando la pena como última ratio, la vigencia de los bienes jurídicos esenciales para coexistir.

Frente a la pretensión del Estado de aplicar su poder coactivo el derecho penal funciona como un contenedor que elimina, limita o habilita ese poder estableciendo un sistema que permite determinar cuáles son las condiciones para formular el requerimiento punitivo y como se debe responder a ese requerimiento. Desde esta perspectiva resultaría contradictorio con los fines mismos del derecho penal permitir que el encargado de requerir la pretensión estatal de la pena pueda, actuando como parte que representa a la sociedad, establecer los alcances de la respuesta jurisdiccional a ese requerimiento.

Para lograr que el Juez sea imparcial se permitiría que la parte sea juez, siendo que esta es la forma de posibilitar la mayor parcialidad en una resolución judicial determinada.

Si en el plano de las normas y en el de las consideraciones lógicas no parece factible que la requisitoria fiscal ponga límite a la facultad jurisdiccional de fijar la pena, tampoco creo que resulte de la aplicación del principio acusatorio.

En la historia de los sistemas procesales la forma acusatoria fue la primera y correspondió en su origen a una concepción privada del derecho penal que, envuelta en los inconvenientes que representaban las dificultades para que los particulares afronten las tareas investigativas y los que generaba la venganza, puso en peligro la realización del derecho penal por la falta de persecución.

Cuando se pasó a la etapa de oficialización de la acción penal rigió en un primer momento el sistema inquisitivo en el cual el órgano judicial asumía las funciones de investigar, acusar y juzgar.

Con la creación del sistema acusatorio formal o mixto la investigación y persecución de los delitos pasó a ser una función pública que ya no se dejaba en manos de los particulares (como en el acusatorio original) pero tampoco se atribuía al juzgador (como en el sistema inquisitivo) sino a un nuevo órgano diferenciado, el Ministerio Público Fiscal.

El contenido del sistema acusatorio puro se corresponde con dos principios: el previo ejercicio de la acción penal y la posición imparcial del órgano encargado de juzgar.

El núcleo central del sistema acusatorio es la necesidad de que alguien sostenga el ejercicio de la acción, lo cual conlleva como consecuencia la diferenciación entre la función de acusar y la de juzgar.

La intervención del fiscal produce una modificación del acusatorio genuino porque en este era consustancial la iniciativa privada y porque al otorgar esa iniciativa a un órgano judicial se evidenció la pretensión estatal de controlar la persecución penal.

La actuación del fiscal se justifica, entonces, para garantizar la eficacia de la persecución y como medio de lograr la imprescindible imparcialidad del juez.

En el primer sentido, es el principio de legalidad el que atempera los riesgos derivados de la estructura del ministerio fiscal, sometido a los principios de unidad y dependencia jerárquica y a veces en estrecha relación con el poder ejecutivo, cuando falta la legitimación democrática proveniente del voto popular que permite en otros sistemas procesales el otorgamiento de mayores facultades como la aplicación de criterios de oportunidad a la función requirente.

La introducción del principio de oportunidad que frecuentemente se relaciona con el acusatorio no generaría inconvenientes en la concepción originaria de este, donde la persecución penal quedaba en manos privadas y el proceso por ser de partes admitía la disposición de la acción. En el actual sistema, en cambio, cuando se pone el interés en la figura del fiscal la reforma parece encaminarse más que a reafirmar el principio acusatorio a fortalecer la oficialidad de la acción, que es precisamente lo contrario.

Volviendo ahora la vista hacia la imparcialidad del órgano que juzga, que es uno de los fundamentos en que se basa la pretensión que considero, además de la imparcialidad consistente en la diferenciación del órgano acusador que fuera definida como requisito esencial del sistema acusatorio, cabe analizar la posición del Juez como tercero durante el juicio y, desde esa perspectiva, si se ve afectada su imparcialidad y con ella el acusatorio, cuando atribuye a los hechos probados una calificación legal más grave o dispone de oficio la producción de pruebas distintas a las ofrecidas por las partes.

Salvo que se incurra en una peligrosa equiparación entre sistema acusatorio y principio dispositivo, debe entenderse que el acusatorio importa la sujeción de los jueces al objeto del juicio, es decir a los hechos y las personas señaladas en la acusación, mientras que los otros aspectos vinculados a la calificación legal, a si el delito resultó o no consumado, el grado de participación del acusado y las circunstancias agravantes y a la aportación de prueba deberían analizarse dentro del ámbito referido a la contradicción.

La contradicción y el derecho a conocer la acusación y ejercer la defensa no se fundan en el principio acusatorio, por más que no quepa negar su vinculación con él, ni deben confundirse con la imparcialidad del órgano jurisdiccional.

Mientras el principio acusatorio coloca al Juez frente a las partes y el objeto del proceso, el de contradicción procura que cada una de ellas pueda conocer y rebatir los argumentos de la contraria así como las cuestiones de hecho y de derecho que motiven la resolución.

Que en el fallo se califique de una manera distinta a la contenida en la acusación fiscal no afecta tanto la imparcialidad del juez, como podría conmover el principio de contradicción y el derecho de defensa.

En el proceso penal las partes no disponen como en el civil del derecho objeto del proceso, por lo que no corresponde la sujeción del Tribunal a la pena fiscal, la determinación de la pena es una obligación jurisdiccional que resulta de considerar la significación jurídica otorgada a los hechos, y la escala establecida en el Código Penal para cada figura delictiva, debiendo el Tribunal fijar la condenación de acuerdo con las circunstancias atenuantes o agravantes particulares a cada caso (arts. 40 y 41 del C.P.).

No es conveniente abarcar en el concepto de sistema acusatorio todo lo que pudiera corresponder en un proceso donde rija el principio dispositivo, tal como en el derecho civil o en el acusatorio privado o puro, ni sostener que un proceso es más acusatorio cuando más se pueda disponer de la pretensión que se discute, pues tanto la imposibilidad de disponer del “ius puniendi” como la misma finalidad de procurar el descubrimiento de la verdad real, hacen que el proceso penal acusatorio no implique la aceptación del principio dispositivo, salvo disposición legislativa en sentido expreso.

El principio acusatorio sólo obliga a respetar los límites establecidos en la relación de los hechos contenidos en la acusación fiscal que fija el objeto del juicio, pero no impide al Tribunal aplicar la pena que estime adecuada, si lo hace dentro de la escala penal correspondiente y conforme al procedimiento que la ley establece para la determinación de la pena.

Voto por la afirmativa.

A la cuestión planteada, el señor Juez doctor Mahiques dijo:

Adhiero al sentido y fundamentos, del voto del Dr. Piombo.

A la cuestión planteada, el señor Juez doctor Hortel dijo:

Por sus fundamentos, adhiero al voto del doctor Piombo.

Sólo quisiera agregar lo que expresara sobre el tema al votar en primer término en la causa nro. 4714 “García, Cristina Hector s/rec. de casación”; (sent. del 2/2/2002; reg. nro. 51). Allí sostuve:

“Queda claro que nuestros legisladores –en el art. 371 del C.P.P.- han querido otorgar al juez o tribunal la facultad de incorporar atenuantes y agravantes aún cuando ellas no hayan sido solicitadas y discutidas por las partes, pero el órgano las encontrare pertinentes, sin que pueda alegarse errónea aplicación de la norma bajo análisis –el citado art. 371- pues, precisamente, se ha hecho uso de una facultad legal contenida en ella”. (...)

“Y aceptada la introducción oficiosa de agravantes por el órgano de juicio, no cabe sino aceptar que puede adecuar el monto de la pena a imponer en relación a las mismas, aún cuando éste exceda del solicitado por el señor Fiscal de juicio.”

“No existe duda alguna... que el nuevo ordenamiento ha puesto en un rol central al Ministerio Público como titular de la acción penal pública, regulando de manera expresa el ejercicio (arts. 59, 266 y 367 C.P.P.) de la misma (arts. 290, 368 in fine) por este órgano. Lo que no puede afirmarse con la misma certeza es que, una vez ejercida tal acción y entregada a la decisión del Tribunal, este último no pueda exceder los límites de las “pretensiones” punitorias del Ministerio Público Fiscal, en cuanto no existe disposición legal alguna que así lo disponga”. (...)

“Todo lo dicho hasta aquí, claro está, no implica sostener que el órgano de juicio pueda establecer a su antojo circunstancias agravantes, para de esta forma, aumentar arbitrariamente el monto de pena imponible, pues el proceso de individualización de la pena, como toda labor judicial, debe ser realizado con fundamento en las constancias objetivas de la causa –que las partes se han encargado de arrimar y discutir en él- y con el debido rigor lógico.”

“Y por esa circunstancia de que el procedimiento de individualización de la pena no puede apartarse de las circunstancias objetivas de la causa, no advierto que la citada disposición del art. 371 del C.P.P. viole el principio del contradictorio desde que las partes han podido discutir todas y cada una de las circunstancias fácticas relacionadas con sus pretensiones”.

Así lo voto.

A la cuestión planteada, el señor Juez doctor Sal Llargués dijo:

El pedido de la acusadora ante este Tribunal introduce la cuestión relativa a las facultades de los órganos de juicio de ultrapasar el límite del reclamo del Ministerio Público Fiscal.

Esta Sala se ha pronunciado en sentido negativo –en agosto pasado- en las causas números 2739 y 2878 seguidas contra Edgardo Mario Romero y Ariel Alcides Domínguez.

El tema planteado exige definir los alcances de la intervención del Ministerio Fiscal, parte acusadora en el juicio que diseñara la ley n° 11.922.

Para centrar el análisis debe recordarse que esta ley pretendió terminar con un procedimiento de raíz inquisitiva para instalar otro francamente acusatorio.

La instalación de un procedimiento tal –resulta evidente- presume el abandono de la acendrada cultura inquisitorial que –en nuestro medio- reconoce siglos de historia.

De las facultades de la parte acusadora.

Mas allá de la norma reguladora del Ministerio Público (ley 12.061) el rito dispone en su art. 56 que el Ministerio Público Fiscal “promoverá y ejercerá la acción penal, en la forma establecida por la ley...”

Sus “requerimientos e instancias” pueden producirse –según esa misma norma- “aún a favor del imputado”.

En esa faena propia del ejercicio de la acción, varias son las disposiciones que permiten delinear los alcances de las facultades del Fiscal.

En el Libro II de la Investigación Penal Preparatoria, en el Título I de las Disposiciones Generales, el último párrafo del art. 268 dice que “en caso que a juicio del Fiscal no hubiese prueba suficiente sobre la existencia del hecho o la autoría de él, podrá proceder al archivo de las actuaciones, comunicando la realización de este acto al Juez de Garantías y notificando a la víctima, rigiendo el artículo 83 inciso 8.”.

Como se advierte, debe solo comunicar su decisión al Juez de Garantías y a la víctima le asiste la facultad de “procurar la revisión, ante el Fiscal de Cámara Departamental, de la desestimación de la denuncia o el archivo”.

Es evidente que la revisión de esa medida es posible sólo en el ámbito del Ministerio Fiscal.

En el Libro Primero, Título VI, de las Medidas de Coerción, resulta de la letra del art. 161 entre los mas significativos, la facultad de disponer la libertad del aprehendido o detenido antes de que éste sea puesto a disposición del Juez y aún después que ello haya ocurrido.

Ya en el Título IV del mismo Libro Primero, en el rubro Sobreseimiento, de la letra del art. 321 resulta que el Agente Fiscal puede solicitar esa declaración, lo que lo pone también a cargo –por vía de la nuda legalidad- de los intereses de una persona que fuera colacionada a un proceso sin motivo valedero.

De la letra del art. 326 resulta que –otra vez- si el Fiscal aboga por el sobreseimiento y el Juez no está de acuerdo, el que decide la cuestión es el Fiscal de Cámara, lo que es decir, dentro de la esfera del Ministerio Fiscal.

Ya en el Libro III de los Juicios, Título I del Procedimiento Común en el Capítulo II del Debate, Sección Segunda, Actos del Debate, la última parte del art. 368 establece que “si en cualquier estado del debate el Ministerio Público Fiscal desistiere de la acusación, el Juez o Tribunal, absolverá al acusado”.

El desistimiento por el Fiscal importa la disposición de la acción en forma irrevocable por su titular y este acto es –naturalmente- el de máxima disponibilidad posible.

Desde la lógica cabe señalar que si es posible que el Fiscal constriñe al Tribunal a absolver al imputado si desiste de la acusación, ese poder necesariamente implica manifestaciones menores del mismo. Desde el discurso jurídico sale a la luz el aforismo de que quien puede lo mas, puede lo menos.

En este contexto de efectivo poder dispositivo se advierte cómo el Juez o Tribunal juegan el verdadero papel de tercero imparcial frente a un requirente que cesa en su acción.

A su tiempo, en el Libro IV de las Impugnaciones, el art. 422 le reconoce a la acusadora el derecho de agraviarse de una resolución “aún a favor del imputado”.

Estas referencias a un Fiscal actuando por imperio de la legalidad siempre y contingentemente –por esa razón- a favor del imputado, vienen a cuento puesto que son demostrativas del amplio espectro de actividad que el rito le confiere a esa parte acusadora.

Por ello no es raro que en el Título II del mismo Libro de Juicios, esta vez a propósito de los Procedimientos Especiales el Capítulo III relativo al Juicio Abreviado contenga una norma tan clara como la del art. 399 segundo párrafo que impone que “no se podrá imponer una pena superior a la pena solicitada por el Agente Fiscal. Se podrá absolver al imputado cuando así correspondiere”.

Aquí la letra de la ley impone a los Jueces la sujeción concretada a la pena, pena a la que se ha llegado por el acuerdo de las partes.

Nótese que la disposición relaciona la prohibición con “la pena solicitada por el Agente Fiscal...”.

Por lo demás, si pueden los jueces llegar a absolver (lo que obviamente importa la facultad de aplicar pena menor a la que solicitara el Fiscal), es porque toda disposición a favor del imputado no puede generarle agravio a la defensa (que no se prevaldría de un acuerdo que en el caso sería mas perjudicial para sus intereses) y porque el Fiscal no pierde su facultad recursiva (art. 401).

Si se analiza el substracto del Juicio Abreviado se advierte que es el desideratum de la resolución del conflicto entre requirente y requerido (mas allá de la función que se acuerda a la víctima y de la legitimidad de sus alcances). Por ello se justifica que en esos casos no haya debate. No hay discusión respecto de lo solicitado por el titular de la acción porque a ese pedido se ha llegado con el acuerdo de la contraparte.

Reiteradamente he dicho que el resolutorio –sentencia- que cierra este tipo de juicios, tiene la impronta de la homologación.

¿Qué es lo que cambia en el Juicio Abreviado respecto del Común?, pues que la defensa material y técnica se allanan a lo solicitado y han llegado a un acuerdo.

Este acuerdo se ciñe –según la letra del art. 395- a la pena y a la calificación.

Ello podría dar espacio a sostener que todos los demás rubros quedarían librados al Tribunal, pero solo con error.

En rigor, si es necesario que el Fiscal pida pena (también lo es en el Procedimiento Común), a ella no puede llegarse sino por una estimación del grado de injusto y de culpabilidad del imputado, lo que presume un completo desarrollo de estos tópicos por las partes en el acuerdo.

Y no debe sobrecoger la posibilidad de que ello sea sí puesto que de lo contrario debería admitirse que la pena solicitada y consentida sean fruto del acaso o el antojo, lo que anula la esencia del enjuiciamiento penal.

Ese es el espíritu de la letra del art. 372 que instituye la cesura del juicio. Este capítulo de la mensura de la pena merece (como se ha dicho reiteradamente) un desarrollo teórico parejo al que mereciera la teoría del delito, como que ese desarrollo se plasme en un debate que –en forma personalizada- permita estimar la pena justa en el aquí y ahora y para el imputado concreto.

Es necesario retroceder a la idea del Juez como “tercero imparcial” que constituye el centro del sistema acusatorio.

Cómo pretender su imparcialidad si se le reconoce la facultad de “ir mas allá” de la exigencia del requirente.

Si el Ministerio Público Fiscal representa a la sociedad por legitimación de la atribución del ejercicio de la acción que genera la lesión al bien jurídico de la víctima, su solicitud constriñe al juzgador.

Eventualmente –en caso de discrepancia con la acusadora- podrá dejar a salvo su opinión de que –a su juicio- los grados de injusto y culpabilidad habrían sido mal valorados por quien –por ley- está obligado a hacerlo (del mismo modo procede –por caso- cuando obra limitado por la prohibición de “reformatio in pejus”).

Creo que –en ultimidad- aún esa manifestación excedería las facultades del juzgador, que no podría sino formularse ante la eventual presencia de un grosero error material por el acusador.

Pero el Fiscal integra un organismo jerarquizado en que esas situaciones pueden (y deben) ser contempladas por las normas que lo rigen.

La noción de “tercero imparcial” desaparece si se le reconoce que –contra lo que el acusador reclama- puede el Juez imponer una afectación de los bienes jurídicos del infractor mas allá de la que requirió aquel a quien la ley le impone esa función.

Este exceso es una rémora del derogado sistema inquisitivo en que nada impedía esa ultra petitio.

He tenido oportunidad de señalar reiteradamente que el cambio operado en el régimen de enjuiciamiento penal implica –antes que nada- un profundo cambio cultural respecto de esos arrastres de principios de un arraigo muy fuerte en la jurisdicción.

Es en defensa de la razonabilidad en la administración de la potestad del Estado de aplicar penas que éstas deban tener por techo la que el órgano natural requirente ha estimado justa.

Expresado en términos corrientes, antes que “tercero imparcial” el juzgador resultaría mas papista que el Papa.

En ese tránsito necesario hacia una verdadera cultura del proceso acusatorio, es elemental reconocer sin retaceos esa facultad del Ministerio Público Fiscal que –de lo contrario- se vería desleída, secundaria, eventual y contingente, librada al criterio omnímodo de los jueces, a los que es justo y necesario devolver a su condición de sujetos absolutamente imparciales.

No viene al caso aquí abundar en la historia del proceso occidental para señalar cómo, de la mano de la noción de una jurisdicción omnímoda, se instituyó por siglos un proceso funcional a cualquier autoritarismo. Es hora de enmendar esos viejos errores.

Se ha dicho que de aceptarse la tesis de quienes han reclamado el presente plenario puede importar “imposición de criterios” a la jurisdicción, lo que es errado ya que de tal suerte en el procedimiento abreviado, serían las dos partes las que le “impondrían” sus criterios cristalizados en el acuerdo.

El tema no finca en la “imposición” –como se ha planteado- sino en las diversas incumbencias de los sujetos necesarios del proceso a que me he referido.

Quedó claro cómo la parte acusadora se “impone” a la jurisdicción en el caso –entre otros- del sobreseimiento.

No puede razonablemente seguirse de la facultad de este Tribunal (y de todos) de salvar los errores de citas legales cometidos por las partes o por el a quo por aplicación de la máxima “iura novit curia”, que la jurisdicción tenga también la facultad de cambiar la calificación, la escala penal y la propia pena.

Nótese que tras el alegato de bien probado, cuando la defensa ha contestado a la acusadora, ha cesado el contradictorio y ya la defensa no puede oponer ningún argumento a lo que –fuera de toda previsión razonable- va a provenir justamente de quien supone tercero imparcial.

La igualdad de armas nos ha hecho decir reiteradamente que no es aceptable que una parte pueda sorprender a la otra sin posibilidad de réplica y lo hemos hecho proscribiendo la “emboscada” procesal.

Sin embargo, paradojalmente, se acepta que esa emboscada sea tendida nada menos que por el Tribunal que –como no puede ser de otra manera- representa (o debería hacerlo) a ese tercero imparcial que la sociedad ha investido de las facultades necesarias para que –sin prejuicio- se pronuncie resolviendo los reclamos parciales en la dialéctica del proceso que constituye la oposición de tesis y antítesis para generar la síntesis.

Dialécticamente entonces, qué síntesis puede provenir de tesis y antítesis que no contengan esos datos pretendidamente sintéticos de aquellas?

Mas claramente, cómo un aspecto central del caso que no ha quedado vigente en el debate para la parte acusadora, puede ser enarbolado por el juzgador para arrostrárselo a la defensa que ya no tiene la oportunidad de opinar al respecto?

Resulta de la dinámica del proceso –dispénsese la obviedad- que la acusadora va perfilando su actividad (lo propio hace la contraparte) en sucesivos pasos que cobran máxima trascendencia y expresión en el Debate, acto central del nuevo sistema de enjuiciamiento penal.

Es en el debate en donde viven o reviven los elementos que recrearán el segmento de historia donde se presume que ha mediado una conducta típica y donde se verifica el contradictorio que –para la acusadora- se cierra con el eventual pedido concreto de pena. Ese acto completa su actividad y el pedido eventual de pena cierra su actuación. Completan el debate la defensa técnica y material que –ahora sí- cierran el acto.

Lo que sigue es la deliberación por el Tribunal respecto de esos extremos de los reclamos de ambas partes. Por ello es ilegítimo que el mismo incorpore elementos de su mochila.

Si se sostuviera que –con sustento en actuaciones previas al Debate- el Tribunal puede apartarse de esas consideraciones, sería a costa de devaluar el máximo acto del Juicio y privilegiando actuaciones que no se han verificado en el contexto de ese Debate. Por ello sostengo que es una rémora del derogado sistema inquisitorio escriturario.

Por cierto que las posibilidades y circunstancias en las que es verosímil que se plantee un exceso como a los que aludo son vastas, pero todas tienen en común el signo del poder omnímodo de los Jueces.

Resulta paradigmática en el punto la situación verificada en la causa n° 1560 del registro de la Sala I.

En el caso el acusador ante el Tribunal a quo, había trocado su primigenia imputación por la de homicidio culposo, en una situación francamente mas favorable al imputado.

Conforme resultaba del acta de debate, la Sra. Fiscal de Juicio Dra. Susana Kluka formuló acusación por homicidio culposo por entender que concurría en el caso la situación que ha descripto la doctrina como “actio libera in causa”.

Reclamó una pena de tres años de prisión y la imposición de un tratamiento por su adicción al alcohol.

Tras ello resulta que el Sr. Defensor reclamó la absolución por no haberse probado el dolo homicida y subsecuentemente por no resultar imputable. También –en subsidio de sus reclamos- manifestó que “se conforma con la calificación y pena solicitada por la Sra. Fiscal “ad hoc” (allanamiento del art. 432 del C.P.P.)...” proponiendo el Presidente del tribunal luego escuchar al imputado que optó por el silencio.

De tal suerte resulta que –con esa litis definitivamente trabada en ese “monto” de imputación (culposa y merecedora de tres años de prisión y tratamiento de desintoxicación o cura de adicción al alcohol) –se cerró para la Defensa (también para la Fiscalía) el debate.

Sin embargo, aún cuando indudablemente no pudo en concreto la Defensa contestar una alegación por homicidio doloso ni ha podido además contestar –sobre todo- acerca de pautas para graduar la sanción toda vez que –como resulta del acta- se allanó, en subsidio de la absolución que reclamara, a la pena estimada por la titular de la acción, se ha visto sorprendida por el Tribunal que se erigió en parte acusadora y –enmendándole la plana a la Sra. Fiscal de Juicio- entendió que el hecho era doloso y que merecía una pena de nueve años de prisión.

Lo dramático del caso es que de lo ocurrido surge evidente que ni el imputado ni su representante han podido defenderse de tal imputación porque cuando se cerró el debate, nadie había hablado de esa otra imputación (ahora dolosa y merecedora de una pena tres veces superior a la reclamada por el Ministerio Fiscal que –en la emergencia- representa a la sociedad).

Como se ha dicho, paradojalmente, se acepta que esa emboscada sea tendida nada menos que por el Tribunal que –como no puede ser de otra manera- representa al tercero imparcial que la sociedad ha investido para que –sin perjuicio- se pronuncie resolviendo los reclamos parciales en la dialéctica del proceso que constituye la aludida oposición de tesis, antítesis en procura de la síntesis que constituye la sentencia.

He sostenido reiteradamente (por caso en causas nros. 1814 y 3201):

“El exceso del a quo en la selección de la pena alternativa mayor a la reclamada por la acusadora es –en mi modesto modo de ver y como lo propone el Dr. Herbel- una nulidad absoluta que no reclama ninguna ritualidad para ser receptada por este Tribunal. En efecto, las nulidades de orden general que siempre se considerarán sancionadas con insanable nulidad a que se refiere el art. 202, especialmente el inciso segundo que alude a la intervención del Ministerio Fiscal tiene recepción expresa como motivo de casación libre de toda ritualidad de aviso o protesta en el inciso segundo del art. 449 ambos del rito”.

En el bien fundado voto del Dr. Mancini la idea de imposición a que me he referido (debida al Dr. Piombo) se reviste de la de “prevalencia” del criterio de la jurisdicción por sobre el del Ministerio Fiscal. Me remito a lo dicho respecto de la imposición.

Esas ideas refuerzan lo dicho respecto del fuerte arrastre cultural inquisitorial en el que –naturalmente- era descabellado sostener que –de algún modo- se podía limitar el poder de los jueces.

Sin embargo, la jurisdicción civil siempre opera en el marco de lo arrimado por las partes y ello no va en desmedro de su imperio.

El Maestro Maier –a propósito de la imparcialidad de los jueces (tema central en el punto)- nos recuerda que “quien integra un tribunal de justicia –solo o acompañado- no es otra cosa que una persona, que un ciudadano, idéntico en sus atributos fundamentales a sus demás congéneres, juzgados por él, todos convivientes en un mismo tiempo, como integrantes de una misma agrupación social y política, y, por lo tanto, bajo los mismos valores ético-culturales que presiden y gobiernan esa asociación. Con abstracción de ciertas calificaciones especiales ... que deben poseer o de las cuales debe carecer quien juzga ... esas calificaciones no mellan el juicio básico antes expresado de que los juzgadores y los juzgados, quienes deciden y quienes soportan esas decisiones, son sólo personas, seres humanos cuyo principio básico de dignidad está representado por la igualdad ante la ley ...” (Derecho Procesal Penal, I Fundamentos Ed. Del Puerto Bs. As. 1999).

Por lo demás, las pautas de los arts. 40 y 41 del Código Penal no desaparecen en el caso del art. 399 en el que el rito expresa la norma a que me vengo refiriendo. Esas pautas rigen también para las partes que –como resulta evidente y se ha sostenido mas atrás- deben disputar en el contradictorio el tipo y monto de la pena justa.

También en cuanto al alcance que quepa dar a la voz “acusatorio” puesto que ese principio es uno de los conocidos como “unfinished”, principios de realización progresiva, con lo cual, que en un lugar tenga un desarrollo determinado no impide que –en otro- tenga o se procure uno mayor.

De tal suerte, como queda de manifiesto, diversas son las garantías constitucionales que quedan desbaratadas con el criterio al que me opongo.

En primer lugar, la igualdad de armas es pieza sustantiva de la noción de Debido Proceso. Esa igualdad –además- es tributaria de la garantía homónima, del máximo rango normativo constitucional y convencional.

Cualquiera sea el alcance que se asigne a la necesaria congruencia, la misma resulta igualmente devastada mediando el apartamiento del reclamo concreto de la requirente.

Como resulta del paradigmático caso colacionado, es afectado en forma grave y concluyente el Derecho de Defensa en juicio en los mismos términos a los que alude la última parte del art. 201 cuando establece la regla de la sanción de insanable nulidad derivada de violaciones de tipo.

En conclusión y en virtud de todas las consideraciones hechas precedentemente, sosteniendo que el Ministerio Público Fiscal es quien requiere el tipo y monto de las afectaciones de bienes jurídicos que debe sufrir el infractor, entiendo que la jurisdicción no puede exceder el reclamo que el mismo formule.

Voto por la negativa.

A la cuestión planteada, el señor Juez doctor Borinsky dijo:

Nadie discute que el poder punitivo del Estado no puede ser utilizado de cualquier forma y medida para resguardar la convivencia humana en sociedad, ni tampoco que la aplicación de la justicia distributiva significa en derecho penal que las infracciones graves no pueden minimizarse por una benevolencia infundada, ni dramatizarse en nombre de un rigor excesivo, imponiendo al autor del delito la restricción de los bienes jurídicos que merezca (confrontar Hans Henrich Jescheck “Tratado de Derecho Penal. Parte General”. Bosch. Barcelona. 1978.Tomo I, página 5).

Cómo esto se realiza es algo que para la teoría de Binding arranca con la exigencia punitiva del Estado que busca hacerla valer en el proceso penal con trasbordo incorrecto del modelo civil.

Según James Goldschmidt (“Principios generales del proceso”. Ejea Buenos Aires 1.961. Tomo II páginas 42 y siguientes) esto acerca de la exigencia y el proceso resultan ser diseños artificiales, en tanto y en cuanto se dan de narices con el poder soberano del estado de punir que, como tal, no se necesitaría invocar para su realización, y si a él se le ha impuesto la senda del proceso esto se debe a los principios constitucionales “nulla poena sine lege y nulla poena sine judicio” , mientras que el medio para ser valer la exigencia es la acción . Claro que esta construcción busca campamento en las categorías del proceso civil imaginando al Estado, titular del derecho de penar, como un individuo que llega ante el tribunal a fin de solicitar protección jurídica. Pero esto no es así pues, insisto, la pena es una manifestación de la justicia distributiva y el derecho de penar corresponde al mismo tribunal y también, que el Estado realiza su derecho en el proceso no como parte sino como juez.

En otras palabras, como igualmente dice Goldschmidt, al que estoy siguiendo a pies juntos en este asunto, el poder de condenar nace del delito según la ley penal, se ejerce esencialmente en el proceso y corresponde solamente al titular de la jurisdicción, como representante de la justicia humana.

Por ello , la consecuencia jurídica del derecho penal no resulta ser la pena, sino el derecho de penar, y esto o es acción o es poder judicial.

Lo primero, insisto, va como de la mano con la exigencia de protección jurídica, propia del objeto del proceso civil y antítesis del derecho de penar, que es un poder justicial porque es un derecho subjetivo de la justicia misma que tiene como presupuesto el delito y como contenido la condenación del responsable y la ejecución de la pena, y a lo que no pone ni quita rey la configuración de un sistema acusatorio conforme al cual no resulta que el juez tenga que depender para resolver de los pedidos del acusador y acusado acerca de la medida de la pena, siendo que la correlación sobre la que se viene hablando en los votos anteriores no atañe a la definición del hecho imputado ni impide aplicar penas más graves a las solicitadas, siempre claro está, que el delito no sea de competencia superior o especial, pues, ni falta hace decirlo, no cabe confundir, la situación de hecho puesta en cabeza del acusado, con la valoración de la misma, y si el Tribunal se encontrara limitado ( no lo está) a aceptar o rechazar la pretensión tal como fue formulada por el acusador, la función jurisdiccional sufriría un menoscabo que en puridad no impone el derecho de defensa, y convengamos también con Bettiol, Beling, Lanza y De Notaristefani ( confrontar sus citas por Alfredo Vélez Mariconde “Derecho Procesal Penal”. Lerner. Córdoba 1.982. Tomo II página 236) que el tribunal no juzga sobre la corrección del juicio jurídico penal del acusador, sino sobre el hecho que le atribuye al imputado.

Y digo que la competencia de los jueces para penar no se modifica un ápice en razón del proceso acusatorio pues con el se ha dispensado a los magistrados de la iniciativa persecutoria a fin de garantizar la imparcialidad de sus actuaciones, con lo que, va de suyo, no corresponde construirlo como si se tratara de un proceso civil, ya que, vuelvo a insistir, en nuestro proceso no se trata de hacer valer un derecho propio reclamando su adjudicación, sino que se afirma el derecho judicial de penar que al mismo tiempo representa un deber.

Es claro entonces que la acción no tiene un contenido de pena y también que su determinación incumbe a los jueces, como en definitiva establece el Código Procesal Penal, con la sola excepción establecida para el procedimiento abreviado, como bien explican los doctores Mancini y Piombo a cuyas propuestas me encolumno, pues, en síntesis, pedir la jurisdicción no es obtener un pronunciamiento que dé la razón al pretensor, sino sustanciar un juicio donde se busque quién la tiene. Como dice la Corte, la posibilidad de defender un derecho o juicio, como exigencia constitucional, no puede identificarse con el acogimiento de toda pretensión en el sustentado (Fallos: 250, 253).

Sí quiero agregar, que el poder individualizatorio de la pena no es discrecional, y aquí viene mi coincidencia con Dworkin en punto a que la práctica jurídica muestra que jueces y abogados argumentan sobre lo que las normas prescriben para el caso concreto, y no sobre el grado de discrecionalidad con que cuenta el juez para resolverlo.

Convengo pues, que la interpretación judicial es un proceso en el que las normas permeabilizan la decisión desde el momento del planteo del caso hasta el dictado de la sentencia, a lo que se suma que la teoría de la discrecionalidad judicial no puede ser justificada en un estado republicano, pues el principio de la soberanía popular impide al juez ocupar el ámbito de competencia de otro poder.

Recuerdo, una vez más (ver causa número 57 del registro de la Sala III “Morales”), en compañía de Francois Gorphe, (“Las Resoluciones Judiciales”. Ejea. Bs. As. pág. 140 y sgtes.) que, ante la falta de escala y base fijadas, la evaluación de la culpabilidad y la pena revelaron, la personalidad y carácter del juez, y sus ideas sobre la justicia represiva, que llevaron a Emmanuele Carnevale a hablar de arbitrio judicial y reclamar un método científico que supliera la insuficiencia e incertidumbre de la libre convicción, que no podía constituir en parte alguna una apreciación arbitraria.

Es que lo discrecional, como sostuviera el doctor Sal Llargués en “Nosvaski” tiene que ver, semánticamente, con lo no reglado, y el alcance de la ley no puede depender del talante personal de sus aplicadores, a lo que se suma que si la mensura de la pena tuviera que descansar en una serie de elementos que sólo pueden ser evaluados por los jueces de mérito, se terminaría cerrando el control casatorio a una cuestión que es de derecho.

Contaba Enrique Bacigalupo (ver Congreso Internacional de Oralidad en Materia Penal. La Plata, Argentina, 5,6 y 7 de octubre de 1995) que en España se hablaba hasta 1988 de esa facultad del tribunal para suspender o no un juicio, hasta que tal palabra (discrecional) desapareció de la terminología que actualmente se utiliza en la jurisprudencia española. ¿Cuál fue la razón? Una muy sencilla, nada de lo que hace un tribunal es discrecional, todo es jurídicamente vinculado y tiene que ver con un fundamento jurídico o un principio de derecho.

Es más, el estancamiento que la teoría de la medición judicial de la pena sufrió durante decenios, se debió decisivamente a su incapacidad de alejarse de dicho dogma, y si bien la concepción dominante sigue viendo a la mensura como una decisión discrecional vinculada al derecho (conc. Jescheck, Schmidháuser, Schonke-Schroder-Stree y Lackner), vuelvo a decir que la misma debe ajustarse a los indicadores de los artículos 40 y 41 del Código Penal, y cuando no se sigue el camino correcto, se está ante una cuestión casable (ver en detalle Reinhart Maurach “Derecho Penal. Parte General”. Actualización de Goseel y Zipf. Astrea. Bs.As. 1995 II pág. 793 y sgtes ).

La cuestión pasa por si el ejercicio de la acción abarca el pedido de pena, o si la determinación de la misma le compete al juez. Y es esto último, pues él es quien determina el derecho con arreglo a las circunstancias particulares de la causa, para hacerlo efectivamente justo, y ni que decir que la aplicación de la pena constituye el objeto de su decisión.

Ah, pero se argumenta que el sistema acusatorio que nos rige impide que vaya más allá del pedido fiscal. ¿Es esto lo que surge de la ley?. De ninguna manera. Si el Código Procesal Penal estableciera como principio que el juez no puede imponer una pena superior a la reclamada por el fiscal, carece de sentido que, en el caso del juicio abreviado, diga expresamente que no se podrá imponer una pena superior a la solicitada por él (doctrina del artículo 399). Por el contrario, esta norma muestra con claridad que el principio funciona exactamente al revés: salvo el caso del juicio abreviado, el juez puede imponer una pena superior (o menor) que la reclamada por el fiscal. ASI LO VOTO.


Acto seguido, el señor Presidente del Tribunal, Dr. Federico Guillermo José Domínguez, atento a la importancia institucional del tema y conforme aconteciera en los Acuerdos Plenarios nros. 5590, 5627 y 8746, desea dejar sentada su opinión respecto a la cuestión debatida en las presentes actuaciones, a saber:

Tengo la opinión, en relación a la cuestión planteada en el Acuerdo Plenario que nos ocupa, que la facultad del órgano jurisdiccional dentro de una misma calificación legal para aplicar una pena superior a la requerida por el Fiscal tiene sustento constitucional y en la ley penal - más allá - del sistema procesal. Este último - por otra parte - recepta a través del ceremonial provincial el reconocimiento de la discrecionalidad - razonable - del Juzgador en la determinación de la pena, conforme se evidencia, en su artículo 372 destinado a la cesura del juicio - estructurada para que operen todas las garantías individuales que rigen para el procedimiento - , sobre el cual, luego de algunas consideraciones, me referiré.

No puede obviarse una breve reseña histórica en relación a la facultad del Juez para imponer la pena - y cómo ésta - es incorporada a nuestra Constitución Nacional. La institución del Gran Jurado fue transplantada de Inglaterra a los Estados Unidos. Si bien éste había sido creado en principio para servir a los intereses de la corona con el tiempo ganó independencia y pasó a defender los derechos individuales contra el poder estatal - consistiendo su función - en la de autorizar la acusación. Esta institución fue trasladada a los Estados Unidos por los inmigrantes ingleses donde empezó a funcionar a partir del año 1635, con la característica, que su función primigenia se vio extendida a otras áreas gubernamentales donde era menester contar con la opinión de la comunidad. En la actualidad la acusación del Gran Jurado es requerida para los delitos federales con excepción de los reprimidos con pena menor. ( Cfr. El Enjuiciamiento Penal en la Argentina y en los Estados Unidos . Alejandro D. Carrió. Editorial Eudeba.). Nuestro sistema constitucional de enjuiciamiento penal deriva al menos parcialmente de la comprensión, que al respecto, ofrecen las instituciones jurídicas de principio de los Estados Unidos (juicio por jurados) . ( cfr. Derecho Procesal Penal T. 1 Editorial Del Puerto S.R.L. ,edición 1996. Julio 13. Maier) . De ahí la necesidad del juicio por jurados - nunca implementado pese al sistema republicano - que prevé la Constitución Nacional en sus artículos 24, 75 inciso 12 y 118. En este modelo de enjuiciamiento donde las partes desempeñan un rol preponderante - el juez - asume su verdadero carácter de tercero imparcial - al que se le deposita la coacción más severa del Estado en relación al individuo - y en ese terreno de neutralidad - precisamente, más allá de las partes - determina la pena. En nuestro sistema republicano de Gobierno, existen frenos y controles a través de un reparto de competencias - producto de la cual - es competencia del Poder Judicial la potestad de juzgar o ejercer la jurisdicción . Es así como mediante un juicio previo el juez natural dirime el conflicto mediante la aplicación del derecho vigente ( artículo 18 de la Constitución Nacional ). En el marco de un proceso penal aplicará las penas determinadas en el articulo 5 ( Título II - De las Penas del Código Penal) conforme a las pautas directrices que le imponen los artículos 40 y 41 de la ley penal y sujeto a las escalas penales que cada figura contiene. La división de funciones implementada en el desarrollo del proceso tiene como fin resguardar la efectiva realización de los principios de bilateralidad y contradicción frente a una autoridad que reviste el carácter de tercero imparcial. Al decir de Adolfo Alvarado Velloso, proceso es el método dialéctico y pacifico entre dos personas actuando en pie de perfecta igualdad ante un tercero imparcial que ostenta el carácter de autoridad, pues está investido de una serie de atribuciones que le permiten cumplir su cometido.( Introducción al Derecho Procesal Penal Tomo 1 Editorial Rubinzal- Culzoni).

Puede encontrarse - sin dificultad de razonamiento - el origen del modelo acusatorio implementado para la Provincia de Buenas Aires - con reminiscencias de su anterior de estirpe inquisitiva - donde se diferencian los roles de acusador, imputado y Tribunal, en el Juicio por Jurados contemplado en la Constitución Nacional - fue la forma que el constituyente ideó para el enjuiciamiento penal - , en la regulación del juicio político, al igual que en el artículo 8 .1 del Pacto de San José de Costa Rica en tanto dispone el derecho de toda persona a ser oída con las debidas garantías por un juez o Tribunal competente, independiente e imparcial en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella. Este requisito de Tribunal competente, independiente e imparcial es también receptado por el articulo 14 .1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Todo esto - en un aspecto - nos aproxima al modelo americano. El Gran Jurado de la Enmienda 5 perteneciente a los Estados Unidos de América para formular acusación, la presencia del juez neutral para contrarrestar a las partes – coincide - con la separación de funciones del sistema acusatorio - que con el alcance indicado - detenta nuestro ceremonial. Ahora bien, dentro de los limites fijos por estatutos ( 337 EE.UU. 241, 245 ) los jueces de Nueva York se dan una amplia discrecionalidad para decidir el tipo y la extensión del castigo para acusados condenados. Un Juez que sentencia no es constreñido al límite de la culpa sino que su tarea - dentro de parámetros fijos, reglamentarios o constitucionales - será determinar el tipo y la extensión del castigo, después que la culpabilidad se haya determinado - para la cual ( individualización de la pena) - tendrá en cuenta una información lo más completa posible respecto de la vida del acusado y características. (Williams Vs. Nueva York 337 US 241). Es decir, la determinación y aplicación de la pena es facultad - de raigambre constitucional - exclusiva del juzgador.

Por nuestra parte, el articulo 372 del Código Procesal Penal - regula las normas para la deliberación, a las que tendrán que sujetarse los miembros del tribunal para el tratamiento de las cuestiones esenciales - en concordancia con la Constitución Provincial y previsiones del Código Penal - , al igual que del principio de legalidad y los fundamentos de la teoría del delito, no puede - se desprende - haber imposición de pena sin la calificación legal del hecho pues el poder coercitivo del Estado obtiene también sus limites en el Código Penal, el que dispone que corresponde la aplicación de la pena a un hecho que se encuadra típicamente. El codificador ha entendido que veredicto y sentencia si bien son institutos procesales distintos deberán ser tratados y resueltos en un acto único. Tal decisión - que es un acierto, conforme los principios del sistema acusatorio - no obsta a que, en caso de inexistencia del hecho, o ausencia de autor, o bien concurrencia de una eximente de responsabilidad, no se trate la sentencia ( ni atenuantes o agravantes), puesto que las cuestiones de hecho no permitirían dar paso a las definiciones de derecho. Asimismo como el ordenamiento está inspirado en el sistema acusatorio anglosajón, el último párrafo del artículo 372 - que categoriza la cuestión relativa a la sanción del injusto - , le otorga al Tribunal la potestad de diferir el pronunciamiento sólo en lo que respecta a la imposición de la pena - otorgando la posibilidad, a mi criterio - de dar lugar a exámenes sociales y psicológicos que permitan el análisis de la graduación de la pena. De esta manera, conforme al espíritu del sistema acusatorio y los principios generales de la contradicción y la bilateralidad propios de la oralidad, por lo que no es sólo el pronunciamiento de la pena lo que se difiere sino un nuevo debate en tomo a la graduación y forma de la sanción a aplicarse al condenado, sujeto - consecuentemente - a la concurrencia de mayoría para conformar el veredicto, y si bien el articulo no lo dice, el voto es personal en concordancia a lo dispuesto por la Constitución Provincial.( Código Procesal Penal de la Provincia de Buenos Aires. Federico Domínguez.. juicios - Rubinzal - Culzoni- Editores). Es así como la determinación de la pena tiene lugar luego de un debate contradictorio donde el juez en ejercicio de su potestad jurisdiccional individualiza la pena concreta en la sentencia sujeto a los limites que la ley penal le impone. Ello no implica un cambio en las reglas del juego ni atenta contra la seguridad jurídica, pues siempre queda la vía recursiva. Si el Fiscal determinase con su pedido de pena el camino a seguir por el sentenciante - en supuestos como el que nos ocupa - este mayor protagonismo de quién tiene a su cargo la acusación operaría en desmedro del Organo jurisdiccional que decide con sustento constitucional, en carácter de tercero imparcial y en resguardo del debido proceso.

Todo ello me lleva a concluir, que la individualización de la pena, es producto de una deliberación, constituyendo - en el motivo de Plenario - facultad privativa del juez la sanción del injusto - cuya apreciación razonable - no podrá exceder las pautas mensurativas de la ley penal.( artículos 18, 19,24,75 inciso 12,118 CN., 8.1 del Pacto de San José de Costa Rica, 14.1 Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, 5, 40,41 del Código Penal , 372 del C.P.P.).

Así lo voto.

Con lo que no siendo para más se dio por terminado el Acuerdo Plenario y en atención al resultado que arroja el tratamiento de las cuestiones precedentes el Tribunal de Casación Penal, RESUELVE:

Que la requisitoria fiscal no limita al juez en la determinación del monto de la pena, salvo en los casos legalmente previstos.

Notifíquese y regístrese en el Libro de Acuerdos Plenarios.

FIRMADO: HORACIO DANIEL PIOMBO, FERNANDO LUIS MARIA MANCINI, CARLOS ANGEL NATIELLO, JORGE HUGO CELESIA, CARLOS ALBERTO MAHIQUES, EDUARDO CARLOS HORTEL, BENJAMIN RAMON SAL LLARGUES, RICARDO BORINSKY Y FEDERICO GUILLERMO JOSÉ DOMINGUEZ.

Ante mí: Daniel Aníbal Sureda.

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